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José Henríquez – La República Cultural
Después de inaugurar el Festival Isto Ferve, en el Teatro Ensalle de Vigo a primeros de abril, regresa a La Nave el último trabajo de la veterana compañía madrileña Cambaleo Teatro, Nunca debimos empezar por ahí, un montaje escrito y dirigido por Carlos Sarrió.
La obra se estrenó el pasado noviembre, en el hermoso teatro que construyó y programa desde 1989 en Aranjuez esta veterana compañía madrileña, aprovechando la estructura original del antiguo matadero municipal, con su suelo de piedra, sus vigas y tejas a la vista.
Desde su fundación en 1982, Cambaleo suma más de una treintena de obras estrenadas, tanto propias como de autores contemporáneos, en teatro para adultos y para niñas, espectáculos de calle y performáticos.
En vísperas de cumplir tres décadas, entre 2009 y 2010, la compañía estrenó en La Nave tres piezas consecutivas sobre la creación artística, que plasmaron un balance de su trayectoria y una reafirmación de su poética teatral: Cuando todo esto haya terminado, de Carlos Sarrió; Entre los paisajes (Proyecto Van Gogh 20 años después), sobre un texto de Antonio Fernández Lera, y El mapa no es el territorio, también de Sarrió. Cambaleo reunió las tres piezas en la Sala Triángulo, en febrero de 2011, en el desaparecido festival Escena Contemporánea.
Un teatro de personas
Tanto en sus formas como en su estilo y fuentes de inspiración, en este tríptico hay una síntesis de expresiones artísticas que inauguran una nueva etapa del colectivo y que continúan su desarrollo en Nunca debimos empezar por ahí.
Después de una década trabajando en una serie de espectáculos de ironía del absurdo cotidiano, protagonizados por un grupo de “figuras escénicas” creadas por cada intérprete como seres extraños que rebotan contra un mundo desquiciado o resisten en sus márgenes, en la citada trilogía el colectivo da un giro hacia un teatro de personas.
Los intérpretes pasan directamente a trabajar como personas y actores, con sus propios nombres y características y asumiendo sus experiencias y las del colectivo, que aparecen en escena como evocación, reflexión o materia presente.
Además, en un trabajo paralelo, a través de varias piezas, desde 2001 a 2007 (Pequeño poemario, Espacios, Error 108), Eva Blanco y Begoña Crespo, las actrices habituales de la compañía, comienzan a explorar un hermoso y singular trabajo de coreografía, movimiento y acciones simbólicas con objetos, y también otras formas de modulación de la palabra, que revertirá y reaparecerá en la trilogía y en su obra más reciente.
Otras expresiones de esta nueva etapa del colectivo que retomó e integró el tríptico han sido el juego del vídeo y la fotografía con la escena (con el brillante trabajo de David Ruiz), la pintura en vivo y la instalación plástica, así como la invitación a participar a otros artistas, como Ana Vallés, Daniel Abreu, Elisa Gálvez y Juan Úbeda en Cuando todo esto haya terminado, o los pintores Gonzalo Buznego y Pablo Almeida creando frescos en El mapa no es el territorio.
Por último, en el tríptico de 2009/10 Cambaleo reafirma su apuesta por un teatro como forma de vida, un encuentro personal que sucede a través del escenario y también su concepción del arte como una experiencia de búsqueda constante, en la que se integran de manera natural la prueba, el fracaso, el reintento, como un oficio ajeno al éxito y la servidumbre mediática y mercantil. Esta reflexión estaba desarrollada a través de textos propios, en las últimas páginas escritas en Bolivia antes de morir por Ernesto Che Guevara, en cartas de Vincent van Gogh, escritos de Antonin Artaud.
Un lugar para vivir
La obra Nunca debimos empezar por ahí literalmente se ampara en Segment, un hermoso relato del escultor Juan Muñoz (Escritos = Writings, MNCARS, 2009). Cuenta el visionario artista el enigma de los habitantes de la aldea peruana Zurite, que cada año construyen en su plaza el entramado de una casa, sin techo, sin paredes, sin puertas, a la que llaman la Posa, sin más objetivo que su presencia allí para la posible estancia de cualquiera de los paseantes que decida entrar en su perímetro. Y en ese mismo año, pasado un tiempo, la destruyen.
Cuenta Muñoz: “Sorprende en su construcción no la ausencia de funcionalidad sino el hecho de que su mera transparencia excluye la idea de la casa como cobertura o cobijo.” Transcribe el artista el diálogo con un campesino: “– Qué siente cuando se detiene dentro? – “Es como estar en un cuarto a oscuras, eso, quieto en un cuarto a oscuras”. Y apunta: “… Es una edificación cuyas formas… simplemente existen… son silencio… el campesino peruano, al entrar en la Posa, restaura la dignidad de estar en un lugar donde nada le sucede a él y donde nada ocurre… Tal vez siente que al entrar y salir sólo le sucede lo cotidiano…”
Durante la función, a medida que un actor reproduce la narración de Juan Muñoz, sus compañeros van armando un entramado de palos, sobre una mesa, que reproduce la Posa de Zurite, proyectando luego su silueta sobre una fotografía de la estructura real, que se está quemando, mientras un campesino se aleja. “La destrucción es rápida y sin preámbulos. Unas pequeñas llamas y unas espaldas que se alejan”, escribe el escultor.
Toda la obra está atravesada por esta imagen de una casa que no es casa pero en la que se puede estar, vivir, y que es efímera. Puede ser una metáfora del teatro y de esta obra en concreto, de su propósito, pero también una elíptica reflexión sobre qué es una casa en los tiempos de la expulsión de ciudadanos de sus domicilios por los bancos, por qué y a qué coste nos empeñamos en tener una casa propia, qué es un lugar para vivir.
Manifestación escénica
La función nos ampara como un frágil entramado, es ella misma esta vivienda que se hace y se deshace, como afirmación y respuesta a un momento en que el colectivo está compartiendo muy de cerca las movilizaciones sociales, asumiendo su dolor, la desolación, el pensamiento y la rabia.
Carlos Sarrió escribe: “En ‘Nunca debimos empezar por ahí’ se sugiere que algo debimos hacer mal cuando llegamos a esta ruina económica y humana. Se habla del llanto, de las instituciones, de por qué seguimos haciendo teatro, del sistema, del despilfarro, de la impotencia ante lo que sucede, de la terrible sensación de que nos quitan todo y que lo hacen porque lo consentimos…”
Los actores Begoña Crespo, Eva Blanco, Julio C. García, y los hermanos Carlos y Antonio Sarrió entregan una secuencia de ocho pasajes textuales que combinan relato y poesía, monólogo y diálogo, lirismo e ironía, en distintos tonos y estilos de dicción, que van del coloquio y el chiste a la protesta callejera, como hace en un pasaje Antonio Sarrió con un megáfono. En otro momento, se proyectan los epigramas y aforismos de un inventario de pequeños “Rastros” de los primeros años de la compañía.
En paralelo o intercaladas con estas palabras, brillan como expresiones autónomas las acciones de las actrices (carreras, abrazos, deslizamientos, risas, cansancios) que construyen formas en el muro y en el suelo, bellas imágenes y contorsiones de rostros y cuerpos madurados, manifestación escénica de ciudadanas corrientes. Y también las acciones de consuelo y carga de sus cuerpos abatidos por los gestos y las manos del actor Julio C. García.
En medio de la representación, mientras un actor dice un texto titulado Para hacer la revolución deberíamos dejar de hacer lo que sea que estemos haciendo, se proyectan imágenes de La salida de la fábrica, de los hermanos Lumière, y el intérprete reflexiona: “No puedo dejar de preguntarme qué hubiera pasado si el siguiente paso en la filmación hubiera sido otro, por ejemplo, seguir a una de estas mujeres (ésta por ejemplo) y grabar cada maldito minuto de su vida, me pregunto qué hubiera pasado, cómo serían ahora las cosas…”
Un hermoso vídeo en blanco y negro de David Ruiz recorre un trozo de asfalto en el que unas manos van colocando, como si caminaran, decenas de pares de zapatos en posiciones de marcha, de exilio, de manifestación.
