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Memoria por correspondencia, de Emma Reyes - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

Desde París, donde residía por entonces, la pintora colombiana Emma Reyes envió a un amigo historiador, Germán Arciniegas, una carta en la que describía una parte de sus recuerdos de infancia. Era en 1969, y desde hacía unos años Reyes se había convertido en una artista que gozaba de reconocimiento, además de actuar en la capital francesa como madrina y consejera de otros artistas colombianos que trataban de abrirse camino en Europa. A Arciniegas lo había conocido mucho antes, también en París, y de la amistad surgida entonces, hacía más de dos décadas, fue producto alguna confesión de la pintora acerca de sus primeros años de vida, período del que no le gustaba hablar con cualquiera y del que conservaba una memoria fuera de lo común. Aquella carta era fruto de la insistencia del amigo de que ella pusiera sus recuerdos por escrito. A la primera, siguieron otras veintidós cartas, redactadas todas ellas con el objeto de dejar un testimonio personal y literario y a la vez, acaso, como conjuro contra los fantasmas de su infancia. Estas cartas, que tuvieron entre sus primeros lectores a Gabriel García Márquez, recibieron de Reyes la autorización para ser publicadas sólo tras su muerte, que aconteció en Burdeos en 2003. Con el título de Memoria por correspondencia aparecieron en Colombia hace unos años, con gran éxito, y ahora han sido editadas entre nosotros por Libros del Asteroide.

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Memoria por correspondencia, de Emma Reyes

Una infancia en Colombia

Memoria por correspondencia
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Memoria por correspondencia

Portada del libro de Emma Reyes.

Memoria por correspondencia
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Memoria por correspondencia

Portada del libro de Emma Reyes.

DATOS RELACIONADOS

Autor: Emma Reyes
Título: Memoria por correspondencia
Prólogo: Leila Guerriero
Editorial: Libros del Asteroide
Primera edición: 2015
Formato: 20 x 13 cm. 211 páginas
ISBN: 978-84-16213-22-1

José Ramón Martín Largo – La República Cultural

Desde París, donde residía por entonces, la pintora colombiana Emma Reyes envió a un amigo historiador, Germán Arciniegas, una carta en la que describía una parte de sus recuerdos de infancia. Era en 1969, y desde hacía unos años Reyes se había convertido en una artista que gozaba de reconocimiento, además de actuar en la capital francesa como madrina y consejera de otros artistas colombianos que trataban de abrirse camino en Europa. A Arciniegas lo había conocido mucho antes, también en París, y de la amistad surgida entonces, hacía más de dos décadas, fue producto alguna confesión de la pintora acerca de sus primeros años de vida, período del que no le gustaba hablar con cualquiera y del que conservaba una memoria fuera de lo común. Aquella carta era fruto de la insistencia del amigo de que ella pusiera sus recuerdos por escrito. A la primera, siguieron otras veintidós cartas, redactadas todas ellas con el objeto de dejar un testimonio personal y literario y a la vez, acaso, como conjuro contra los fantasmas de su infancia. Estas cartas, que tuvieron entre sus primeros lectores a Gabriel García Márquez, recibieron de Reyes la autorización para ser publicadas sólo tras su muerte, que aconteció en Burdeos en 2003. Con el título de Memoria por correspondencia aparecieron en Colombia hace unos años, con gran éxito, y ahora han sido editadas entre nosotros por Libros del Asteroide.

Más allá del misterioso origen de Emma Reyes, que al parecer pudo ser nieta (nunca reconocida) de un presidente de su país, el interés de esta correspondencia reside en la naturaleza singular de los hechos narrados en ella, así como en la perspectiva desde la que su autora los evoca, y que, pese al mucho tiempo transcurrido desde que sucedieron, viene a reproducir con sorprendente fidelidad el lenguaje y la manera de pensar de la niña que fue y que protagonizó los episodios aquí relatados. Fue la suya la clase de infancia reservada a los hijos ilegítimos, carentes de papeles con los que andar por la vida. En alguna ocasión la adulta Reyes afirmó que dicha infancia le parecía “a veces tristísima y a veces privilegiada”. Cabe al lector juzgar dicha afirmación, y si desde nuestra óptica será difícil contradecir lo primero, como observó en su momento la crítica colombiana, la cual señaló en estas cartas su carácter emotivo y conmovedor, menos fácil será encontrar en ellas el rastro de esa infancia privilegiada de la que habla la autora.

La narración, que más o menos se desarrolla cronológicamente, se inicia con una de las escasas alusiones de Reyes al presente en el que escribe sus cartas. Eran los días en que el general De Gaulle, derrotado en un referéndum, abandonaba la política. Este hecho, explica la autora, trae a su mente el recuerdo más lejano que guarda de su infancia, allá por la década de 1920, cuando contaba apenas cuatro o cinco años. Y escribe: “La casa en la que vivíamos se componía de una sola y única pieza muy pequeña, sin ventanas y con una única puerta que daba a la calle. Esa pieza estaba situada en la Carrera Séptima de un barrio popular que se llama San Cristóbal en Bogotá”. Allí vivía Emma Reyes junto a su hermana Helena, un niño de nombre desconocido al que llamaban “Piojo” y la señora María, que era “muy joven, alta y delgada”. Esta señora María va a ser un personaje central en la infancia de la autora, un personaje por lo demás enigmático al que la niña ni juzga ni entiende, pero de la que el lector podrá formarse su propia idea por lo que de ella se va contando. Era, por lo que deducimos, una mujer de vida liberal en un contexto religioso integrista, que al parecer había contado con la protección de cierto caballero de alcurnia y que abrigaba la esperanza de mejorar sus condiciones de vida, para lo cual los niños eran un obstáculo insalvable. “Nunca nos habló de su familia ni de su vida”, dice Reyes. “Nuestras relaciones con ella se limitaban a seguir sus órdenes sin protestar ni preguntar por qué. Era dura y muy severa”.

La vida de los niños se desarrollaba en la calle, por la que circulaba un tranvía que paraba ante la puerta de una fábrica de cerveza. Por las mañanas Emma tenía que llevar la bacinilla al muladar que se encontraba tras la fábrica, para vaciarla. “En nuestra pieza no había ni luz eléctrica ni inodoro. No había día que la bacinilla no estuviera llena hasta el tope y los olores eran tan nauseabundos que muchas veces yo vomitaba encima. Los viajes de la pieza al muladar eran los momentos más amargos del día”. Todos los chiquillos del barrio jugaban, gritaban, se insultaban, rodaban por una montaña de greda y escarbaban en la basura en busca de “tesoros”. Estos eran latas de conserva, zapatos viejos, trozos de alambre o de caucho, palos y vestidos viejos. Después, la señora María cae enferma, y un buen día la encuentran acostada y con un niño recién nacido en los brazos. Ni Emma ni los otros niños comprenden lo sucedido, como tampoco que no mucho tiempo más tarde abandonen al recién nacido ante la puerta de un convento. “Un niño puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la tierra”. Al dirigir una última mirada al canasto donde se encontraba el niño, Emma era incapaz de gritar, ya que “mi sentimiento de revuelta era más fuerte que mi voz. Ese día quedará sin duda como el más cruel de mi existencia”, escribe.

Las cartas narran el itinerario seguido por Emma, su hermana, “Piojo” y la señora María, primero a la ciudad de Guateque, luego otra vez a Bogotá y después a Fusagasugá. En estos lugares la señora María está encargada de la concesión de una fábrica de chocolate, y cuando las personas mayores preguntan a Emma quién es su madre ella responde: “La agencia de chocolate”. En el relato de las miserias cotidianas caben también algunos episodios que alegran la vida de Emma, tales como la mazamorra colectiva que cocinan los vecinos de la casa y que viene a sustituir por unos días a la magra dieta acostumbrada, hecha a base de panela y mogolla; o la fiesta taurina de Guateque que concluyó con un descomunal incendio. Sin embargo, los temores de Emma no tardarán en hacerse realidad, y un día ella y su hermana, igual que antes ocurrió con el niño, son abandonadas por la señora María, pasando ambas a ser acogidas en el convento de María Auxiliadora, donde Emma vivirá en total reclusión durante los siguientes quince años.

Más de la mitad de las cartas que componen el libro se refiere a la dura vida conventual y al cruel y autoritario régimen que allí imperaba. De la asilvestrada educación recibida en el convento, referida en exclusiva a la doctrina católica, Emma obtuvo algunos conocimientos como los que se muestran en el siguiente párrafo, que pese a su extensión merece ser reproducido íntegramente: “Otro día nos contó la historia de un niño que se llamaba Jesús, la mamá de ese niño también se llamaba María, eran muy pobres y habían viajado en burro, como nosotras cuando fuimos a Guateque. Pero ese niño Jesús tenía tres papás, uno que vivía con su mamá, que se llamaba José y que era carpintero; el otro papá era viejo con barbas y vivía en el cielo entre las nubes y ese papá era muy rico. El tercer papá se llamaba Espíritu Santo y no era un hombre sino una paloma que volaba todo el tiempo. Pero como la mamá vivía solo con el papá pobre, no tenían ni casa en qué vivir y cuando nació el niño Jesús tuvo que ir a nacer en la casa de un burro y de una vaca. Pero el papá viejo, rico, que vivía en el cielo, mandó una estrella donde unos amigos de él, que también eran muy ricos y que se llamaban Reyes como nosotras, esos señores vinieron a visitar al niño Jesús a la casa de la vaca y el burro y le trajeron tantos regalos y oro y joyas y entonces ya no fue más pobre sino rico. Yo le pedí que nos llevara a donde estaba ese niño; dijo que el Niño ya no estaba en la tierra, que se había ido a vivir con su papá rico que estaba entre las nubes, pero que si éramos buenas y obedientes lo veríamos en el cielo”.

Emma Reyes se escapó del convento de María Auxiliadora siendo ya una mujer, de la manera que se describe en la última carta. Aprendió a leer y a escribir, viajó por diversos países latinoamericanos y le tocó vivir las revueltas que por entonces ensangrentaban algunas regiones de Paraguay. Tardíamente iniciada en la pintura, colaboró con Diego Rivera y ayudó a organizar la última exposición en vida de Frida Kahlo. Se casó con el escultor Guillermo Botero y se separó de él, aunque más tarde le ayudó a montar su taller en París. Gracias a una beca de la argentina Fundación Zaira Roncoroni se trasladó a París y luego a Italia, donde hizo amistad con Alberto Moravia y Elsa Morante, entre otros, y viajó a Washington, contratada por la Unesco, para participar en la confección de cartillas de alfabetización para Latinoamérica.

Hasta su muerte, Emma Reyes expuso su obra en diversas ciudades europeas y americanas, y parte de la misma puede verse hoy en Málaga, en la Fundación Arte Vivo Otero Herrera. Es la suya una pintura en la que conviven la figuración y la abstracción, concebida a menudo en forma de estructuras coloreadas que son producto de su experiencia con las monjas como bordadora, y en la que se advierten signos de la deliberada ingenuidad que preside sus cartas. Éstas son testimonio doloroso de una infancia privada de lo que comúnmente se considera propio de ella, pero están exentas al mismo tiempo del menor atisbo lastimero. Muy al contrario, lo que se aprecia en estos textos publicados sin corrección alguna, tal como salieron de la pluma de una mujer que había adoptado como lengua el francés y que había aprendido a escribir ya adulta, con todos sus errores ortográficos y gramaticales, es una energía desbordante orientada hacia la libertad, el dominio de uno por sí mismo y la vida. Como ocurre en sus cartas, y como ella misma escribió, “es verdad que mi pintura son gritos sin corrientes de aire. Mis monstruos salen de la mano y son hombres y dioses o animales o mitad de todo”. Unos monstruos familiares que nos ilustran acerca del difícil arte de la supervivencia, y de la voluntad, aun en la mayor desolación.

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