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La virtud de Checchina, de Matilde Serao - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

“El amor es un gran tormento”, afirma Checchina repitiendo las palabras de su atolondrada amiga, Isolina, que ahora ha vuelto a cambiar de amante y, como de costumbre, ha ido a visitarla para pedirle dinero. Sucede que para una mujer de la pequeña burguesía romana, casada, allá por 1884, el amor es caro. Sin duda por eso Checchina, que es joven y está de buen ver, no ha tenido todavía un amante, y todo lo relacionado con esta tormentosa materia le resulta extraño, inimaginable. Checchina es en realidad una inocente que vive tiranizada por su marido, el médico, y por su criada, una beata que cuando no está entre los fogones se pasa la vida yendo de rosarios a misas. A todo lo cual hay que añadir que en casa del médico el dinero escasea. ¿Puede concebirse un entorno menos propicio para la realización de los amores de esta Madame Bovary romana? La historia es de Matilde Serao, se titula La virtud de Checchina y ha sido publicada entre nosotros por la editorial Ardicia.

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La virtud de Checchina, de Matilde Serao

Breve historia de una mujer romana

La virtud de Checchina
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La virtud de Checchina

Portada del libro de Matilde Serao.

La virtud de Checchina
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La virtud de Checchina

Portada del libro de Matilde Serao.

DATOS RELACIONADOS

Título: La virtud de Checchina
Autora: Matilde Serao
Posfacio: Natalia Ginzburg
Traducción: Pepa Linares
Editorial: Ardicia
Primera edición: 2015
Formato: 21 x 13 cm. 92 páginas
ISBN: 978-84-942916-6-1

José Ramón Martín Largo – La República Cultural

El amor es un gran tormento”, afirma Checchina repitiendo las palabras de su atolondrada amiga, Isolina, que ahora ha vuelto a cambiar de amante y, como de costumbre, ha ido a visitarla para pedirle dinero. Sucede que para una mujer de la pequeña burguesía romana, casada, allá por 1884, el amor es caro. Sin duda por eso Checchina, que es joven y está de buen ver, no ha tenido todavía un amante, y todo lo relacionado con esta tormentosa materia le resulta extraño, inimaginable. Checchina es en realidad una inocente que vive tiranizada por su marido, el médico, y por su criada, una beata que cuando no está entre los fogones se pasa la vida yendo de rosarios a misas. A todo lo cual hay que añadir que en casa del médico el dinero escasea. ¿Puede concebirse un entorno menos propicio para la realización de los amores de esta Madame Bovary romana? La historia es de Matilde Serao, se titula La virtud de Checchina y ha sido publicada entre nosotros por la editorial Ardicia.

Muy poco es lo que el lector en castellano tiene a su disposición de la extensa obra de esta mujer que fue sobre todo periodista, pero que supo dejar su huella en diversas obras cuyo tono cabe situar en un naturalismo de raíz verista muy propio de la literatura italiana de aquel final de siglo. Aparte del relato que comentamos, que en sus condensadas noventa páginas nos deja un retrato fiel e irónico de la clase media de su tiempo, el catálogo en español de las obras de Serao se reduce a un título: Flor de pasión, que tradujo don Ramón María del Valle-Inclán y que, tras haber sido reeditado en 1994 por Lípari Ediciones, hoy se encuentra descatalogado.

Matilde Serao nació en Patras, Grecia, hija de un abogado napolitano de ideas liberales que, opuesto al régimen borbónico, optó por el exilio. Tras la caída de los Borbones, los Serao regresaron a Nápoles, donde nuestra autora se crió. Allí se convirtió en maestra y trabajó como telegrafista. La vida de Matilde Serao, sin embargo, iba a transcurrir casi íntegramente en el ámbito de la prensa, siendo en primer lugar redactora del Corriere del Mattino, y más tarde, ya en Roma, del Corriere di Roma e Il Mattino, publicaciones que fundó junto a su marido, el también periodista Edoardo Scarfoglio. Todavía, tras separarse de su marido, muestra autora fundó un nuevo periódico, Il Giorno, que dirigió hasta su muerte en 1927.

Dice Natalia Ginzburg en el posfacio de la edición que comentamos que “en la escritura de Matilde Serao suelen destacarse la sobreabundancia, la exuberancia y la efusión”, cosas todas ellas que están ausentes de este relato en el que no pasa casi nada, que está construido de manera minimalista y que tal vez por eso cautivó al gran maestro de la escritura entre líneas, Henry James, quien se refirió a La virtud de Checchina como “un precioso ejemplo de las posibilidades del arte cuando se ejercita en libertad”. Una libertad, debe entenderse, conquistada más allá de las escuelas y las modas, y dirigida al examen crítico de unas pocas acciones, las cuales reflejan, en su concisión, la totalidad de un mundo complejo, repleto de contradicciones.

Checchina lleva su vida completamente gris al ritmo que le marcan el avariento marido y la criada: su mundo no da para más. Ni siquiera, al contrario que Madame Bovary, de la que viene a ser una especie de hija frustrada, alimenta su fantasía erótica con el romanticismo de la literatura de folletín, que tantos estragos hizo en la época entre criadas y damas decentes de provincias. Ella y su marido han pasado el verano en Frascati, como corresponde a su condición de familia romana pequeñoburguesa con alguna vaga aspiración. Allí veraneaba también el marqués d’Aragona, joven apuesto al que se veía cabalgar junto a alguna amazona principesca. Lesionado un día al apearse de su caballo, y atendido por el marido de Checchina, el marqués se cruza tres veces con ésta, obsequiándola siempre con una reverencia. Concluido el verano, y de regreso en Roma, el médico anuncia a su esposa que ha invitado al marqués a cenar, momento en el que se inicia el trastorno de Checchina. No es un trastorno sentimental, sino uno referido a las formas, a la etiqueta y, en último extremo, al dinero: ¿qué va a dar de cenar a ese joven y apuesto señor que frecuenta los lujosos salones y posiblemente las alcobas de todas las princesas de Roma y que encima es marqués? La angustia de Checchina, descrita en estos términos, no es todavía, ni posiblemente será nunca, una angustia amorosa, sino solamente, por la plena conciencia de su baja condición, por las miserias de su existencia, por su nulo conocimiento del mundo, el producto de su asumida inferioridad, y ello en su doble naturaleza de miembro de una clase humilde y de mujer.

Tras la cena, y convenientemente adormilado el marido, el bello marqués formula a Checchina una proposición directa, pues según parece así eran las cosas en esos tiempos, cuando el cortejo no era tan complicado ni ponía en peligro tantas convenciones sociales como ahora: “Ven el miércoles de cuatro a seis”. Cosa que dice con toda formalidad, como lo diría un notario, lo que no impide que sus palabras casi equivalgan a una orden. Y a lo que la inexperta y en ese momento aturullada Checchina responde: “No, el miércoles no”. Pequeña objeción para la que el marqués ya tiene preparada la respuesta: “Entonces el viernes a la misma hora”.

Y es a partir de aquí cuando se inician los verdaderos tormentos de nuestra heroína, quien descubre cuántas cosas son necesarias para el amor: en primer lugar un vestido de cachemira y un abrigo de piel, a lo que por lo menos habría que añadir una capotita de terciopelo. ¿Y por qué no unos zapatos de tacón alto y un manguito? Tardará todavía un poco la pobre Checchina en ponerse en marcha, y mientras tanto aparecerán en su camino dos nuevos hitos que terminarán de alterar el poco juicio que le queda: el preceptivo ramo de flores y la no menos preceptiva y apasionada, urgentísima, carta. El día señalado todo parece salir mal: llueve, y el médico y presunto cornudo se ha llevado el único paraguas. La criada está más vigilante que nunca, y también parecen estarlo los transeúntes, el conocido con el que accidentalmente se cruza la heroína, y luego, para terminar de arreglarlo, el portero de la casa de él, hombre rudo y mal encarado. ¿Franqueará Checchina el umbral?

No es lugar una reseña para resolver ese misterio, el cual corresponde desvelar al curioso lector. A éste, acaso, le corresponda también resolver la delicada cuestión de si el final del relato, cualquiera que sea, es o no es el final de la historia. Pues la autora nos deja en la duda, ignorantes de la continuación de esta pequeña batalla épica de una sencilla romana con las fuerzas brutales de la economía y de la moral. ¿Habrá cargos de conciencia, tragedias y arrepentimientos? ¿O terminará todo con un cobarde regreso a la mediocridad del hogar? Estas consideraciones quedan fuera del esquema propuesto por Matilde Serao, para quien el suyo no es más que un relato que se sirve por igual de la comedia y de la compasión. Lo que no es poco.

Habló Virginia Wolf, como es sabido, de “la habitación propia”, concepto en sí mismo que representa un estadio de la conciencia femenina muy superior a cualquier concepto que puedan manejar el cerebro y el corazón de nuestra protagonista. En un episodio magistral de este relato que lo es también en su conjunto la autora nos muestra, sin abandonar su tono irónico, la tragedia de esta mujer que ni siquiera dispone de un florero propio donde poner las flores que le ha enviado su amante, flores que mediante las argucias de su criada acabarán en el altar de la Inmaculada de Sant’Andrea delle Fratte, y que, tras ser arrancadas de sus manos, Checchina ve partir de la manera que parten las ilusiones y los sueños. Y es que Checchina, por no tener nada propio, no es nadie. A ello alude su descocada amiga Isolina en una de sus visitas, cuando le informa de que no duda en ir al encuentro de su amante cada vez que dispone de “media hora de libertad”. Media hora que le sale cara, pero que contiene de manera simbólica, a pesar de la sordidez y los peligros que entraña, toda una vida propia que Checchina ha empezado a considerar ahora en forma de quimera y que le falta.

El admirable relato de Matilde Serao ilustra un momento del despertar de la conciencia feminista poco y mal conocido, por situarse geográficamente en un terreno que en lo concerniente a esto llevaba retraso con respecto al norte europeo: ese paraje meridional y católico, el nuestro, repleto de interiores oscuros en los que mujeres monjiles, añorantes del amor, zurcen en silencio la ropa del marido, bordan iniciales y suspiran. A tal quebrantamiento de las pulsiones que animan y empujan al ser hacia la vida no son ajenos los eternos prejuicios, los miedos y las sumisiones de la discretamente encantadora clase media, tan dada ella a la emulación y al ensueño. Todo esto narrado con buen conocimiento del asunto por una mujer italiana que fue pionera en introducirse en el mundo de los hombres, y que supo ver y tratar con elegancia el estado de las contemporáneas que dejaba atrás.

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