Julio Castro – La República Cultural
Sin entrar en detalles ni antecedentes, el año 2001 saqué unos billetes de avión y me fui a El Salvador. No era espíritu de aventura lo que me movía a viajar, pero sí conocer un país que, habiendo salido de una revolución contra un poder absolutista y criminal apoyado (como siempre) desde el Norte, estaba en ciernes de salir a la luz, junto a una población increíblemente digna y luchadora. El mal apodado Pulgarcito de Centroamérica había vencido al opresor yanqui… o no.
Parece, en realidad, bastante sorprendente y surrealista encontrar una obra de esta factura en la que se aborde más o menos directamente un pasaje de la historia salvadoreña, y en el formato en el que se toca. Pero es que Íñigo Guardamino es verdaderamente surrealista, y a las pruebas de su trayectoria me remito. Ahora nos habla del amor y desamor en opuestos inseparables, de enfrentamientos especulares de seres indivisibles, o de caras de una moneda a las que no les queda otro remedio que romper.
Vivimos en la codicia de este presunto primer mundo de miserias urbanas, donde el hecho de contar con un coche, el plasma y un techo estable, hace que imaginemos ser los reyes en technicolor del mundo: bendita panda de cretin@s, Wojtyla viene a salvarnos.
Del teatro prohibido en la Polonia nazi, al ite missa est
En esta ocasión, el autor propone un montaje a saltos cronológicos y argumentales, de manera que arranca en la juventud de un ya endiosado Karol Wojtyla, que se postula para ser superior a su entorno, disfrazado de una extraña religiosidad.
Unos aparentemente, caricaturizados orígenes desde el final de su participación en la creación del Teatro Rapsódico, le conducen a trasladar la palabra del teatro textual que se creó frente a la ocupación nazi de Polonia, hasta la palabra de su carrera en la fe religiosa. Uno de sus compañeros ha sido asesinado por los nazis, y el mensaje llega mediante una absurda clave, “El teatro resucita en cada función”, espeta sin embargo Karol a una compañera que pretende de él otras cosas “las balas sólo dejan casquillos vacíos”.
En un supuesto manifiesto del Teatro Rapsódico, el joven Wojtyla le recita a su compañera “en el teatro el actor es el sacerdote”, “y la actriz la sacerdotisa”, interviene ella “bueno… eso ya se verá”.
Arrupe, la siamesa del papa católico
Como un espejo del desarrollo del futuro papa, un Pedro Arrupe ya mayor explica en conferencias los motivos que le han conducido a su labor, desde la bomba de Hiroshima, que le sirve para que acuda público esperando otro discurso. El que servirá de germen futuro para la Teología de la Liberación en Centroamérica, ve cómo se introduce en la obra este argumento a dos siamesas de Hiroshima, que aparecerán hasta el final en un absurdo papel, donde todo parece conectar la dualidad opuesta entre Arrupe y Wojtyla, que sin embargo se unen a través de una religión radicalmente opuesta.
A través de ellas se vivirá el asesinato de los jesuitas y trabajador@s de la UCA en San Salvador, a manos de un batallón de miserables de las fuerzas armadas salvadoreñas, para culpar a la guerrilla y escarmentar a la población y a la guerrilla, que muchos de los propios defendían
La dualidad de Arrupe, al que da vida Juana Cordero, en un tremendo papel lleno de austeridad y sequedad, que en cierto momento hace concesiones a un humor solapado, o inflexiones a la ironía en su discurso. “Mi familia era la jesuita”, explica para hacer saber los motivos por los que su fe derivó en esa secta católica “la había fundado un vasco… ya se sabe, dios es de Bilbao”. Es el estilo característico del autor, que cae como humor dentro del humor, pero sin avisar.
Virgen negra, papa negro, siamesas blancas
Como no podía ser de otra manera, aunque Wojtyla es blanco (en este caso es Javier Prieto), el papa Juan Pablo II es negro, como la Virgen Negra de Częstochowa venerada en Polonia como el icono más sagrado, y aquí será Elton Prince el que se convierta en quien martirice a Arrupe en sus últimos años (ya le advierte al principio “el que se mueva no sale en la foto”), aunque divide su papel con el del vidente Maestro Wamba, capaz de hacer regresar de la muerte.
En su genial desvarío, las siamesas de Hiroshima de Guardamino se mueven por todo el escenario, cantan y bailan, eso sí, a cuatro patas porque su posición no les permite otra cosa. Son Ana del Arco, a la que antes ya he visto en extrañas comedias donde resuelve muy bien extraños papeles cómicos, y Esther Acebo, a quien hasta hace poco no había visto en escena, y que me parece ya una enorme actriz.
Un argumento que envuelve fantasía en realidades
La obra juega con argumentos sucesivos y argumentos paralelos, que se van sucediendo e intercalando, porque con este autor nunca se sabe dónde acaba el hilo de una historia para encontrarse con otra diferente, como tampoco quiere dejar claro dónde está la base de la realidad de sus historias, o dónde arrancó la parodia en la que estamos. La locura de Guardamino es contagiosa, todo su equipo la absorbe, es capaz de procesarla y devolverla en el escenario, pero lo mejor de todo es que el público se la llevará a casa.
Además de la dualidad del individuo, visto como dos personas opuestas, el autor incide de diversas maneras en una inevitable pérdida de la madre, o en el intento de salvarla, como un efecto que condiciona las vidas de algunos de sus personajes. Como en otras ocasiones, incluye el simbolismo en la obra, y aunque tal vez el formato del final y cierta referencia al canibalismo o al ajuste de cuentas, (del que no daré detalles), no me parece muy necesario, porque creo que rompe el punto de la escena anterior, es probable que el autor haya querido utilizarlo para cerrar del el conjunto de las tras historias que se desarrollan, transformando la posible tragedia a un formato comedia.
Sea como sea, detrás de este trabajo hay un gran texto que, en su formato de puesta en escena, acerca un teatro diferente a un público que quizá pueda buscar más lo comercial. En cuanto al equipo, aún con matices y diferencias, encontraremos que cuenta con un gran nivel y sabe mostrarse al público y empatizar con la necesidad de un teatro que desconocen y al que no suele acudir.
Por mi parte, recordar a Jon Cortina, uno de los jesuitas incluidos de la lista que creyeron haber ejecutado en la UCA, pero que siguió con su labor revolucionaria hasta el momento justo de su muerte años después, y que sigue presente en aquellos breves momentos compartidos hace años, tanto de cercanía como de lejanía pero siempre de coincidencia. En las comunidades salvadoreñas, mucha gente estará de acuerdo.