Julio Checa – La República Cultural
El progresivo adelgazamiento que han venido experimentando en los últimos años algunos de los festivales de teatro en Madrid, convierte a los diferentes ciclos que se organizan desde los teatros públicos no sólo en una posibilidad de acercamiento a otras dramaturgias, sino en una obligación para las instituciones. Estos ciclos permiten que compañías foráneas visiten escenarios de esta ciudad o de esta Comunidad, al tiempo que ofrecen a espectadores y profesionales la oportunidad siempre enriquecedora, con independencia de la valoración específica que se pueda hacer en cada caso, de entrar en contacto con otras formas diversas de entender el teatro y la teatralidad. En este sentido, el reciente Ciclo de Teatro Latinoamericano ofrecido por el Teatro Español en las Naves del Matadero, nos confirma en lo oportuno de promover estas iniciativas. Quienes decidieron acudir a la sala Max Aub entre el 5 y el 22 de noviembre pudieron ver tres propuestas muy diferentes que procedían de Uruguay, México y Argentina, tres focos fundamentales de la escena contemporánea en español y un referente imprescindible para el teatro de nuestro tiempo. Tanto la elección de los lenguajes expresivos como el espectro temático de estos trabajos ha hecho de este ciclo una iniciativa que debiera ser mantenida en el tiempo y, si cabe, reforzada. Probablemente, una mayor confianza en el valor e interés de estos trabajos les hubiera conferido una proyección distinta de la que hayan podido alcanzar. En algún caso, sería deseable además la recuperación posterior de alguno de los montajes exhibidos.
El ciclo se abrió con la obra No daré hijos, daré versos, escrita y dirigida por Marianella Morena (Uruguay), e interpretada por un elenco de seis actores y actrices (Lucía Trentini, Sebastián Serantes, Laura Báez, Agustín Urrutia, Mané Pérez, Carlos Rompani), que proponía un ejercicio de deconstrucción sobre la figura de la poetisa Delmira Agustini, una de las voces más importantes para la literatura modernista hispanoamericana. Murió muy joven, asesinada por un marido al que ella abandonó pocos días después de casarse. Sin embargo, la figura de Delmira Agustini merece también ser recuperada como modelo de artista y de intelectual, lo que nos lleva a dar cuenta no solo de su trágica muerte, sino también de su estimulante vida. No obstante, no siempre la expresión artística llega a alcanzar la altura del compromiso. Así, la primera parte del montaje ofrecía un interesante juego polifónico en el que se condensaba poéticamente sobre un lecho el universo de Agustini y sus conflictos. La segunda parte de este montaje proponía un prometedor cambio de registros, pero quedaba excesivamente ahogada por una insistente recreación de las dudas y las elecciones artísticas que conforman el proceso creativo. Ciertamente, no es fácil encontrar el modo de reconstruir escénicamente una biografía sin banalizarla o sin sacralizarla, pero tampoco parece sencillo tematizar los problemas escénicos del proceso creativo. Tal vez por ello, el juego de distanciamiento que se proponía en escena no ayudaba en exceso a mantener la atención y transitaba por algunos lugares comunes que hubieran podido dar juego a una reflexión escénica más profunda sobre los diversos procedimientos de sustitución y restitución manejados en la escena contemporánea. Finalmente, el cierre de la obra parecía abundar, ya en la tercera parte, en ese progresivo decaimiento, pues finalizaba con una escena quizá orientada en exceso hacia el efectismo sentimental. En cualquier caso, es preciso valorar muy positivamente la ambición mostrada por este grupo y el notable esfuerzo interpretativo del elenco, con algunos trabajos actorales muy destacados, especialmente en el caso de las actrices.
El segundo trabajo ofrecido dentro del ciclo era la creación colectiva titulada Cuando todos pensaban que habíamos desaparecido, producción de Vaca 35 Teatro (México), dirigido por Damián Cervantes e interpretado por Diana Magallón, Mari Carmen Ruiz, José Rafael Flores, Cristina Gamiz y Jorge Yamam. La experiencia del convivio y la posibilidad de tejer un relato que tratara de aproximar los vínculos entre presente y pasado, entre tiempo mítico y tiempo histórico, formarían parte de los rasgos más destacados de este montaje, junto con el estimulante diálogo establecido entre memoria y posmemoria. A través del contraste establecido entre confesiones y testimonios con acciones físicas y escenas más convencionales siempre sujetas a constantes cambios y transformaciones, se iba desplegando por el escenario un generoso y poliédrico juego escénico en el que era posible poner a dialogar a la palabra y el gesto con los sentidos. Deliberadamente, se trataba de un diálogo no sometido a criterios de subordinación de unos códigos sobre otros, sino marcado con claridad con un propósito de yuxtaponer, de ofrecer en pie de igualdad diferentes mecanismos de expresión escénica. Al tiempo que los intérpretes ofrecían sus experiencias al público elaboraban recetas, platillos, que, como sus acciones, estaban en un constante proceso de transformación, y culminaban con un encuentro que no debería entenderse como un añadido al espectáculo, sino como el verdadero sentido del mismo. Quienes no se hubieran acercado antes a propuestas relacionadas con los escenarios del caos (Anxo Abuín), pudieron encontrar aquí un valioso ejemplo de esta modalidad.
Finalmente, el montaje más brillante y mejor acabado de todo el ciclo, trabajo que sería más que oportuno recuperar pronto para la escena madrileña, sería el Othelo dirigido por Gabriel Chamé (Argentina), con un extraordinario grupo de actores (Matías Bassi, Julieta Carrera, Hernán Franco, Martín López). Son muchas las virtudes de este espectáculo en el que, sin duda, convendría comenzar por destacar la inteligente lectura que el director hace del texto shakespeariano a través de lo que pudiera denominarse una estética (y una ética) de la festividad. Pone de manifiesto la enorme riqueza de lecturas que este texto permite y reclama la necesidad de atender a esas otras formas de acercamiento al clásico. Ni lo cómico atenúa la capacidad reflexiva o crítica, ni los acercamientos canónicos agotan las posibilidades de los grandes textos. A través de constantes cambios (de espacio, de lugar, de personajes, de registros…), a veces a un ritmo vertiginoso, se nos ofrece de principio a fin la historia del moro de Venecia, Otelo, y los conflictos personales y humanos del resto de personajes que conforman la trama, aunque la atención se concentra particularmente en los personajes masculinos. Obviamente, pensar en un único tema o en un único rasgo de carácter para expresar el significado de una obra sería siempre limitador (el asunto de los celos, por ejemplo), pero tratar de abarcarlos todos resultaría igualmente inútil, de ahí que la elección hecha por Gabriel Chamé me parezca tan lúcida y seguramente, tan justificada. Tal vez la necesidad de elegir el tono y las líneas temáticas centrales hayan condicionado esa mayor presencia del universo de los personajes masculinos en la lectura hecha sobre la obra, no exenta a su vez de estimulantes juegos que abren la interpretación del texto hacia posibilidades de sexualidad deliberadamente mucho más ambiguas. En definitiva, esta propuesta física a partir de los registros del clown ofrece un magnífico despliegue de técnica actoral y un efectivo aprovechamiento del espacio que revela desde dónde se construyen estos espectáculos: desde la técnica depurada y desde el talento y la imaginación.