Julio Castro – La República Cultural
Yerma acuna una manguera de goma enrollada, o sueña con el hijo que desea y no tiene, pero también cuida a su marido como si se tratara de un extraño niño enfermo, mientras él la trata como una posesión material o animal a la que pueda dirigir a cada instante.
Es la Yerma de Lorca, sin duda, pero en esta adaptación de Antonio Ramírez Stabivo se convierte en un recorrido más íntimo y adopta la dimensión atemporal que, seguramente, Federico habría querido para un proceso que nace de una sociedad errónea y de un deseo a veces inevitable de la condición humana. Una sociedad que golpea, condiciona y limita a la mujer que desea ser sencillamente libre, y achica a todas las que puede, para que haya un orden establecido por algunos.
Un espacio limitado por plásticos y los apuntes de una estructura metálica, marcan el espacio aséptico de una casa vacía, como la vida de Yerma, que asesina a cada uno de los hijos que no tiene para callarlos.
“Bastante trabajo tengo yo con escuchar lo que dicen por ahí”, le espeta Juan a su mujer. La puesta en escena conlleva la debida adaptación del texto, en principio por los recursos, que limitan el elenco a los dos personajes esenciales del matrimonio. Pero también porque hay una cierta actualización y puesta al día, que nos demuestra casi un siglo de indiferencia sin cambios. La otra adaptación, la de los espacios, conduce al juego entre la casa, reducida a una estancia asfixiante para Yerma, y lo que se vislumbra detrás: la constante sombra de Juan.
El papel principal, y el trabajo de Almudena Rubiato, recogen intensamente el carácter de esa mujer fuerte y decidida, de las que el autor siempre nos dejó unos rasgos muy definidos en sus papeles: entre mujeres que hacen y mujeres que desean hacer, nunca las deja plegarse al sentido del objeto inanimado que las conformaba aquella sociedad rural, y esta sociedad urbanita. Un personaje que lucha de todas las maneras posibles, tanto en la física como en la que se enfrenta a los demonios que crean lo ajeno para encerrarla, pero que también sabe dejarse llevar por los otros demonios, que son los de la pasión y el deseo.
El papel de Juan es poco agradecido, porque señala a un joven vulnerable en sus ideas, conducido por lo que quiere escuchar de su entorno. Es un tipo introvertido, frágil en la búsqueda de una vida que repita los esquemas que escucha y que pesan más que él y que su amor por Yerma. El de Enrique Coslado tiene el peso justo para condenar a la mujer que pretende encerrar, controlar, limitar, pero no tanto como para impedirle ser ella. Inútilmente, su personaje la cerca: “Estás mejor aquí, la calle es para la gente desocupada”, le dice antes de salir, con la idea de haberla convencido mediante esa sentencia sin argumentos.
La propuesta que dirige Fátima Cué es muy interesante, porque desde la definición del entorno sabe trabajar los personajes y sus demonios, y asumir en ellos todo el mundo de la protagonista lorquiana, sin necesidad de recurrir a falsos remedos de personajes, pero sin que deje de estar presente el contexto. La directora introduce elementos variados que son anacrónicos al personaje de su época, para traerlo al mundo actual, ya sea a través de los plásticos de las paredes, de las aspiradoras para los suelos, de un protagonista masculino vinculado a una guitarra eléctrica o de una lucha física mediante artes marciales.
Desde el desarrollo escénico y desde la formas de sus protagonistas, logran un análisis que define el perfil psicológico de Yerma, dividida entre lo que desea y la necesidad de ser, pero también el de dos épocas distantes que tienden un hilo entre dos puntos de la historia.