Luis Rueda - La República Cultural
Tras la estimulante, sorprendente y muy acertada Casino Royale, éramos muchos los que pensábamos que se 007 había renovado razonablemente su gancho para un target muy determinado de espectadores que como poco esperan siempre algo a la altura de la espectacular thriller de acción El ultimátum de Borne -acaso el filme de espías del siglo XXI - un delicatessen arrollador-. Esta segunda parte dirigida por el ecléctico Marc Foster, Quantum of Solace, resulta un filme inferior a Casino Royale, por su dispersión argumental, le excesiva acumulación de persecuciones (tierra-mar-aire) y unas partenaires femeninas que no están la altura de la maravillosa Vesper creada por la no menos maravillosa Eva Green.
Esclarecido el magma de un thriller que está obligado a superarse a cada entrega en lo visual y en su frenético desarrollo, debemos ser lo suficientemente avispados como para interesarnos por la evolución espiritual de un agente secreto en pleno proceso de deshumanización, casi un Caballero Oscuro que declina todo sesgo de humanidad y se entrega al deber como un auténtico psicópata. El James Bond de Daniel Craig es sencillamente el mejor de la saga, el más complejo, arrogante, brutal y atractivo: casi un chulo de gimnasio que se partiría la cara por un improperio cazado al vuelo.
Si el personaje y sus circunstancias están pristinamente boceteados en el guión -tour de force- de Paul Haggis, hemos de decir a las claras que la realización de Marc Foster luce cuando se aleja de la grandilocuencia de la artillería pesada y busca la poesía decadente que desprende el personaje: un tipo que ni se inmuta ante el asesinato de su amante femenina y es capaz de tirar a la basura el cadáver de su amigo Mathis (un espléndido Giancarlo Giannini). Más allá de la impostura de este Bond expeditivo y meditabundo –más cercano a un antihéroe de western que a un galán de casino- Marc Foster sabe componer entre actos algunas secuencias muy estimulantes y alejadas de los estereotipos al uso, en mi opinión es más que interesante aquella secuencia en la Ópera de una ciudad austriaca, donde la operística –valga la redundancia- del más sofisticado Brian DePalma nos viene a la retina, una pieza bien alambicada en que la metaficción se instaura en el discurso fílmico y nos reafirma que Quantoum of solace es un melodrama astracanado, excesivo y autocomplaciente. El tandem Haggis-Foster también se concede homenajes diluidos, ¿guiños casuales?, de mérito. Especialmente atractiva, en ese sentido, es la lucha entre Bond y un doble agente colgados de las cuerdas de un andamiaje, una escena que recuerda de manera substancial a otra muy sugerente del clásico de aventuras Las aventuras de Quintin Duward de Richard Thorpe.
Son elementos aleatorios que reactivan una función cuyo encaje y desarrollo se me antoja precipitado, en ocasiones torpón y sembrado de detalles anticlimáticos. A destacar entre esos ítems que hacen que el filme avance a trompicones y en ocasiones renazca hemos de tener en cuenta la presencia de uno de esos villanos con esencia que de tanto en tanto nos regala el cine de entretenimiento, me refiero al Dominic Greene interpretado por el excelente actor Mathieu Amalric; en la línea de los depredadores eslavos que tanto rédito han dado al séptimo arte desde que El Malvado Zaroff fuera engullido por sus propios mastines.
En resumen, una buena continuación del arco del personaje –magnífico este Bond-, que responde a las expectativas en lo que se refiere a la trama vital y sentimental y más que vacua en su conspiranoide trama elemental (central), con prurito antiglobalización incluido…
A modo de conclusión: Bond está más enamorado que nunca de su madre “M”, y es un niño malcriado, cargado de testosterona y que vislumbra cierto atisbo diabólico en la mirada: disfrútenle.