Julio Castro – La República Cultural
En el siglo XIX James Matthew Barry soñó e inventó un mundo en el que las leyes eran diferentes, los niños no crecían y los enfrentamientos no tenían fin. Un lugar donde existían hadas, indios y piratas, que resolvían las cosas al modo de las mentes preclaras de los pequeños. Su tragedia fue, al parecer, un trauma de la infancia generado por su madre y que le impidió crecer incluso de estatura, pero la salvación fue idear aquel lugar paralelo que daría el éxito a su literatura, hasta entonces poco conocida: inventó el país de Nunca Jamás. Lo que ahora se aproxima es un mundo en el que todo será real, donde no hay magia ni hadas, donde existen numerosas islas, pero ninguna tiene salvación, y en las que las normas no las hacen los niños, sino quienes deberían cuidar de ellos: es el sueño de un Peter Pan oscuro, que anuncia un terrible final para nuestra especie y la destrucción de su entorno.
En La Ley de una realidad
Hemos conocido un sinfín de productos de innumerables mundos postapocalítpticos creíbles o imaginarios a lo largo de la historia del teatro y del cine. El reloj que marca el fin de nuestro tiempo debe de irse aproximando, porque lo que en un momento dado fue laxitud ante esos futuros posibles, el autor, Sergio Martínez Vila, nos lo coloca ahora a menos de 30 años vista, lo cual otorga una visión limitada de un planeta devastado.
“La Ley atrae hacia sí misma todos los cambios necesarios para dar vida. La luz va a la luz. Siempre. Vivimos para recordar eso, para que el fuego de esa confianza no se apague nunca”. Los personajes hablan de La Ley, de manera que es claro comprender que se trata de un concepto en sí mismo, no tanto de textos escritos, como de un territorio delimitado, con una manera de vivir, con sus limitaciones y objetivos, con integrantes que acatan el sistema y el poder.
No extraña ni el concepto ni la organización, porque la visión de un mundo diferente, deteriorado, pobre en cualquier materia prima, de aspecto rural pero poco saludable, traslada el punto de mira a la distopía de esta realidad, de la que se da fuera del teatro. Sin embargo, en la propia descripción que hacía en el párrafo anterior, es fácil encontrar cualquier momento de la historia y, muy especialmente, el actual. Desafío al público a acudir mirando esta realidad desde su asiento, trasladada desde las acciones y los personajes, porque todo será generalizable.
A través del argumento y sus personajes
Tres mujeres se afanan en su tarea, se cruzan para realizar los quehaceres del día, mientras cada una comenta para sí sus ideas, sus miserias y sus obligaciones. Cada una encuentra su propia importancia en el engranaje del sistema creado. Cada una se coloca en el punto de la pirámide clave para el resto, pero todas vuelven al redil “¡Que La Ley prevalezca!”, dicen, “¡Por encima de todo!”, se responden, “¡Estoy en La Ley!”, se reafirman. Es como una cantinela para acabar o para comenzar el día, por medio de la cual se encuentran amparadas en su pobre situación, sin necesidad de cuestionarse más… o sí.
No todas las mujeres son iguales, porque cada una tiene su labor, desde la Agente a la Madre de tod@s, pero cada cual cumple su cometido, destaca la importancia del mismo y mira a las demás como inferiores necesarias. Las cosas se deciden, aparentemente, en asamblea, pero los cánones están completamente definidos.
No es el típico mundo descrito como una sociedad sin niñ@s, al contrario, se compone de mujeres de todas las edades y sus hij@s pequeñ@s. Eso sí, al cumplir los once años, el varón debe partir para intercambiar semillas con otras comunidades: una solución frente a la endogamia de grupos reducidos. Hay otras comunidades asentadas, pero entre medias hay otros peligros poco descritos, gente que no está “En La Ley”, de la que hablan rumores, y contra la que tienen que vigilar constantemente.
La ley contra la ley
De repente, un hijo retornará adulto, pero también aparecerá un extraño de fuera de La Ley, que no deja claras sus intenciones.
El texto de Martínez Vila tiene mucho de sobrecogedor en cuanto al paralelismo y la cercanía, pero también en cuanto a la ceguera que refleja sobre nuestra sociedad. Un pobre ambiente, intervenciones breves y cortadas de sus personajes, la sensación de acoso y delimitación del ambiente en cuanto a la disposición escénica, que en su estreno rodea al lugar, a La Ley.
Dentro del mismo se habla de un concepto particular de lucha por la supervivencia, en el que cabe aquello que la comunidad o sus responsables deciden, aunque se hable en las asambleas. Se tratará la cuestión del colectivo, pero se evidencia el problema del “yo”, especialmente cuando la situación se vuelve más complicada. Hablan de las necesidades, pero queda un interesante resquicio para otras cuestiones aparentemente más banales: la música casi perdida a la que se trata de volver y los libros ajenos al manual, despreciados y quemados como combustible. Un interesante debate sobre la visión de la obra que nos deja diversas pinceladas.
Aquí se me aparece de nuevo la figura de ese Peter Pan oscuro, que cada uno de los propios personajes lleva dentro, que parece estar construyendo algo, pero que no es más que el anuncio de la destrucción para impedir el crecimiento. Es una Ley que se enfrenta a la propia Ley, para mantener el statu quo, mientras que esa misma Ley asegura que trabaja para cambiar y mejorar las cosas.
El equipo y la construcción
El director Juan Ollero aprovecha la circunstancia sobre la diferencia de esas mujeres, para generar los papeles de tres actrices con caracteres actorales muy diferentes, que logran dar el enfoque divergente que precisa si situación. Aquí, Carmen Mayordomo, Ángela Boix y Begoña Caparrós, se expresan en sentidos que quieren chocar entre sí, para ajustarse en los personajes de la Agente que dirige el lugar con mano de hierro pese a sus propias dudas, Amparo, la mujer sumisa que no es capaz de enfrentarse a su entorno, pero no soporta perder a sus hijos hasta limites que transgreden todas las normas, y Sara, una joven a punto de ser inseminada por el varón disponible que toque, pero que rechaza disfrutar de ello, porque tampoco acepta la situación.
La ruptura que el joven Bruno (Carlos Troya), y el individuo que viene de fuera (Fabián Augusto Gómez Bohórquez), harán una gran cuña en la que ninguno de ambos encuentra la relación entre sí, pero contribuyen sin remedio a inmiscuirse revelando un orden completamente roto.
La disposición del público en la función permite que los personajes no se dirijan a él, sino que hagan su vida interior, sin dejarlo al margen. Todo es tétrico, oscuro, hace anhelar la luz y el exterior, pero sobre todo, sugieren la necesidad de una vía de solución que no llega. En este sentido, tanto el texto como su desarrollo sugieren una gran influencia de Strindberg, ya sea en el planteamiento, como en la forma en que devienen los acontecimientos: en los diálogos aislados o acotados entre los personajes, en una tragedia inherente a cualquier avance, en la práctica indiferencia de los personajes que, aún así, se anuncian como luchadores, en la inevitabilidad de una situación que se ha creado antes de que nada suceda.
Y sería interesante y tentador seguir explorando las consecuencias de este trabajo, pero ese es un trabajo que queda para el público.