Julio Castro – La República Cultural
Dos actores de enorme carácter se enfrentan en un reducido espacio acotado por Harold Pinter, concentrándose en el futuro que les deparará su trabajos comos sicarios. Sicarios personajes que son siempre Ben y Gus, porque pronto vamos descubriendo que les mueven de cuchitril en cuchitril para que hagan su trabajo, pero también sicarios que son aquí Manuel Fernández Nieves y Nacho Marraco, porque Eduardo Fuentes les encierra en su sala negra para enfrentarse y recibir las órdenes a través de un montaplatos.
El encuentro de dos fuerzas coordinadas
Cuando leí que se preparaba este trabajo para ser estrenado, caí en la cuenta de que el dúo actoral era una perfecta idea para esta tarea teatral, porque son dos actores hechos de carácter y repletos de desparpajo, capaces de despreciar cualquier cosa en escena y arrojarla al suelo para que rebote en el público.
Así es fácil encontrarse en el reducto de Ben y Gus, porque el trabajo les sale solo, y fluye durante el mismo hasta la escena final, como si de un viejo film de los ’50, heredero de los autores de cine negro se tratara, hasta la “foto finish” del autor.
Para culminar el trabajo ha habido un empeño en construir el auténtico montaplatos, que funciona con sus mensajes y alimentos, arriba y abajo, dentro de una potente estructura que domina el espacio de la habitación de sus protagonistas, y que es imposible ignorar.
Apropiarse del lenguaje de Pinter en escena
El Pinter que suelo esperar en general, y más cuando se trata de El montaplatos, es pausado, de pausas alargadas en sus frases, en sus proposiciones incompletas, en sus casi etcéteras de discurso inacabado y sobreentendido, en la manera de mirar Ben a Gus para callarle o para ordenarle sin más, o en la de disertar Gus como un patán tratando de hacerse el listo con Ben. Todo eso está, pero han querido darle otra dinámica al texto, lanzándose las ideas al igual que la pullas, son dos auténticos barriobajeros británicos que lo darán todo en este trabajo y en el que venga más tarde, si es que lo hay.
Y aunque reconozco que en un principio me resultaba algo chocante la idea de un texto trabajado más fuerte y agresivo, esa fluidez que nos proponen le otorga mayor intensidad a la ejecución, y hace del momento de incomodidad creciente sin que nos vayamos dando cuenta de ello.
Pero si la fuerza de sus villanos está en el ambiente, el toque clown no puede faltar, que viene mucho al Pinter que vemos, en la herencia de Beckett, donde no han querido tomar el tópico del enredo del zapato al comenzar, como paralelismo del Esperando a Godot, y lo transfieren a la hechura de los propios personajes de Ben y Gus (cada uno en su espacio), antes que a la escena fabricada. Y es que el clown no les falta a ninguno, en especial a Manuel, a través de los años.
Buscar siempre detrás de Pinter
Del texto de Pinter, qué se puede decir que no esté ya recogido, salvo subrayar que nunca se trata de una moralina, o no lo veo como aquel “el que a hierro mata…”, sino más bien encuentro un parámetro de sociedad degradada en la que, no sólo todo vale, sino que nada importa.
Y que esas seis décadas que han pasado por el texto, no han favorecido nada que la sociedad mejore, antes al contrario, nos vemos atrapados en la habitación del montaplatos, esperando órdenes y enviando todo lo que tenemos hacia arriba, a cambio de nada, o, más aún, del riesgo de una liquidación.
Una cosa más, si este año el estreno de la muestra en Surge Madrid de la compañía El Montacargas ha sido masculina, Aurora Navarro me adelanta que la próxima será para ellas, así que disfrutaremos de este enorme texto, para encontrar algo muy diferente a la próxima temporada.