Julio Castro – La República Cultural
Lorea nace en 2016, pero Edurne nación en 1979, y es Edurne quien escribe a su hija recién llegada acerca de su aita, el aitona Iñaki, del que siempre quiere pensar que estará con ellas. “Todavía hay días que lloro pensando en ti. Y luego hay otros días que lloro. Sin saber por qué”, le dice Edurne a su padre ausente.
Es prácticamente el comienzo de la tercera parte de esta trilogía en la que María San Miguel se empeñó hace años, donde expone llanamente un viaje de historia a través de la violencia en Euskadi. Tal vez de la violencia en general, pero es que el viaje es tan particular, que aquello que ya rayaba en lo arriesgado cuando quiso mostrar a la sociedad historias reales vestidas de teatro, ahora traspasa todas las líneas diciendo de aquello que tardará en decirse. O en escribirse pública y masivamente.
Nos encontramos ante dos historias, como ya ocurría anteriormente, porque la violencia siempre es así, y la historia de ETA no fue diferente. No nos encontramos con ETA o con los GAL, nos encontramos con las personas que tuvieron que vivir entre esa situación, y con su realidad.
En el plano del contenido y su desarrollo, me impacta la manera en la que aborda la cuestión de los GAL. Para ser más específico, en primer lugar me sorprende la soltura con la que es capaz de tocar el tema sin tapujos, con todas las letras de quien ha matado y ha muerto, porque siempre se intentó callar todo. Sería deshonesto decir que las víctimas de ETA pudieron decir lo que querían decir, como también es falso que quienes fueron víctimas de los GAL o, quienes, sin ser víctimas, persiguieron las acciones criminales del gobierno, no sufrieron acoso y persecución. “Yo no interpreto que haya vivido en un contexto de conflicto, ni de guerra, ni de nada. Ni me he visto en ningún bando situado. Yo me veo víctima de una banda terrorista que intentaba imponer un sistema político con unos medios violentos”, dice Eduardo en un momento dado. “Cuando oigo la palabra víctima se me revuelve el estómago”, dice Edurne más adelante.
Hablar de sentimientos íntimos
Así que este texto abre así, y aunque acoge al público con María de Miguel y Alfonso Mendiguchía en escena, manifestando sus sueños, sus deseos y añoranzas de lo que no sería, en realidad se ataca inmediatamente por sorpresa la cuestión.
Se habla de un proceso, pero ya no estamos en el momento de los sentimientos ajenos, sino de los propios, de los más íntimos de víctimas de dos procesos completamente ajenos a ellos, producto de una violencia que no debió existir.
El formato elegido en dos monólogos continuos que se interrumpen, sirve para recalcar la soledad, pero también el aislamiento y el espacio vacío infinito que se desata entre dos personas que conviven en el momento y el lugar preciso. Esto ofrece un tremendo contraste precisamente con respecto al anterior trabajo La mirada del otro, que se desarrollaba en el esfuerzo de la comunicación, en esa necesidad de algo que el propio gobierno quiso frustrar. Aquí el diálogo es interior, y en esto se retorna al primer paso de la trilogía con aquel Proyecto 43-2, dejando al público con la sensación del vacío ajeno, pero también a la espera del nacimiento de una nueva esperanza.
Un formato para crecer
La idea de la segunda entrega de esta trilogía se fundamentaba en el encuentro frontal y en su necesidad de comprensión, más que de resolución. Para este caso, con un actor y una actriz en escena, se opta por el aislamiento de sus protagonistas, que estarán juntos y separados a la vez, que se encontrarán y cruzarán, pero sólo en lo físico del espacio, porque la comunicación verbal no existe, está prohibida, y queda a la mirada ajena saber que comparten lugar vital y, en definitiva, sentimientos.
Pero también se opta por jugar con la grandeza del objeto que ocupa el escenario, separando y estorbando al inicio, sirviendo de espectáculo visual en alguna ocasión, y de estrado para manifestarse, pero también de lugar de acercamiento inevitable a modo de prisión.
De esta manera, sus protagonistas juegan con el alejamiento y la cercanía reales o virtuales, y a través de ello construyen la situación, conectando con la sensibilidad del público. Si una llora y recrimina al padre, el otro recuerda y llora a la madre. Ambas situaciones son diferentes, crueles, pero no antagonistas, sino de crueldades diferentes como hubo tantas, de manera que sus vidas no se oponen y, por lo tanto, no se comparan. Por eso el aislamiento de sus personajes es mayor, pero no tan cruento como el de quienes hoy día aún quieren que se odien. Así que ese es el trayecto que deben seguir en escena.
Diría que sorprende la interiorización que hacen ambos de sus respectivos papeles, pero creo que desde el comienzo es un proyecto interiorizado, comprometido, que ahora vuelcan en escena de una forma muy potente, sencilla, pero potente e implicada.
Un proceso arriesgado
Son doce escenas más una, desde los Recuerdos hasta los Deseos, más el Viaje al fin de la noche, que en un proceso arriesgado (una vez más) que transitan por un trayecto que quizá sea el de cientos de personas cada día, o cada pocos días, pero que ofrece preguntas, y esos deseos y sentimientos son los que comienzan a despegar de lo que hubo y ya no podrá haber, para llegar al conocimiento de cada persona dentro de una sociedad que apenas ahora se estará formando con nuevos parámetros.
Es arriesgado, no sólo por el contenido, sino también por el formato que exige mucho más de los participantes en escena y del texto por esa soledad y desnudez de sus personajes. Pero también lo es, porque es la parte culminante que llegó antes de la declaración del fin de la organización armada, y que podía haber apostado por algo que siguiera en el aire, pero en el que su autora ha sabido leer muy bien el camino de esa sociedad y cómo había momentos irreversibles, le pese a quien le pese.
Queda un extraño punto final para mí en esta trilogía, y es que no habrá punto final para las víctimas nunca, sólo un leve reencuentro con otra realidad, así que, seguramente, sería muy interesante que la propia autora aguardara unos años para repensar la conclusión en una cuarta parte, de aquello que ya no es más que el terrible recuerdo de lo que hoy ya no es.
Cuando los sentimientos ya no son ajenos
Finalmente se habla de lo íntimo, de la visión de las víctimas en el presente y en el pasado, pero viviendo, no muriendo por un recuerdo o una venganza que ya no hay. Creo que es la primera vez que se aborda esta visión desde lo propio y no desde los sentimientos ajenos, porque eso es lo que se había construido en los medios de comunicación, como correa de transmisión de algunos interesados.
Así que, por fin hay un encuentro en escena que no responde a la realidad de los partidos que quisieron jugar con esto, y sus protagonistas logran desgajarse de la mirada que quizá nunca existió, pero que se enseñaba (y ensañaba) en las cámaras, micrófonos y rotativas. Ahora sus protagonistas sienten y hablan.
Es difícil, en la vida, fuera de escena, vivir al costado sin tocarse, sin mirarse de frente, sin tener el camino para encontrarse, sino uno roto que te construyeron y señalaron. Es complicado construir, pero ya sabíamos que el de María San Miguel construye desde hace años esa mirada ajena, que ahora ya está implicada.
Se trata de un proyecto escénico que construye el final de las víctimas impotentes frente al odio ajeno, pero que también señala el final de la manipulación partidista de la venganza. Una vez más vivimos en este país un cambio brusco de gobierno, y creo que, una vez más, la muleta del terrorismo ha fallado a algunos como apoyo, aunque hasta hace pocos meses lo intentaron para vergüenza de cualquier sociedad.
Lo que queda por hacer corresponde a la sociedad civil, a las personas, y debe construirse con todo el apoyo posible, pero siempre sin interferencias ajenas a la realidad. Vivimos aún los últimos coletazos de aquella rabia ajena, pero como ya apuntaba en La mirada del otro, diré que aquellas bombas y balas que sorteábamos ya no existen, y quienes quieren que vuelvan deben ser señalados. Nuestra construcción está en la calle, en los espacios públicos y a cara descubierta, y las instituciones no están para ordenar, controlar o reprimir, sino para escuchar y adaptarse. “Ir a jugar al parque con él. […] Ir al cine a ver una película de dibujos animados los cuatro. Preguntar en el coche, nada más subir, aita ¿cuánto queda?”… en fin, la excepcionalidad de esa normalidad que, al final, es la vida.