Eliane Hernández Montejo – La República Cultural
“Entonces el tren hizo una maniobra, nos acercábamos sin duda a una estación principal. Y, de pronto, un grito se escapó de los angustiados pasajeros: “¡Hay una señal, Auschwitz!” Su solo nombre evocaba todo lo que hay de horrible en el mundo: cámaras de gas, hornos crematorios, matanzas indiscriminadas. El tren avanzaba muy despacio, se diría que estaba indeciso, como si quisiera evitar a sus pasajeros, cuanto fuera posible, la atroz constatación: ¡Auschwitz!“
El espanto que describe Viktor Emil Frankl en El hombre en busca de sentido sobre su llegada al campo de concentración en 1944 permanece intacto 74 años después. Hay pocos nombres que provoquen una reacción tan visceral en quienes lo oyen y es que todos creemos tener muy claro lo que sucedió en el mayor de los campos de concentración nazis.
Un complejo de 40 km cuadrados que empezó a construirse en la primavera de 1940 y que pronto se convertiría en un campo de exterminio masivo a través de sus cámaras de gas. Y es que la mayor parte de los prisioneros que eran enviados a él ni siquiera llegaban a pasar la selección inicial. Así, de los 1,3 millones de individuos deportados allí, solo se registró e internó en el campo a unos 400.000 y, cuando las tropas soviéticas lo liberaron, solo quedaban 7000 personas.
Pero, por duro que suene, eso no dejan de ser datos y cifras que despersonalizan del todo lo que sucedió en Auschwitz, números que ocultan cada uno de los nombres de los hombres, mujeres y niños que fueron víctimas del Holocausto. Por eso es tan importante la labor que realizan exposiciones como Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos, porque no es lo mismo pensar en un número, por elevado que éste sea, que ver algunos de los efectos personales que les quitaban a los prisioneros nada más llegar, como abrigos, calzado, útiles de cocina, maletas y objetos religiosos; porque no es lo mismo imaginar la desolación por estar encerrado, que caminar junto a los postes de hormigón originales y los fragmentos de alambre de espino que rodeaban el campo; porque no es lo mismo saber que miles de personas fueron engañadas para entrar en las cámaras de gas, y que la inhalación de la sustancia utilizada, el Zyklon B, provocaba dolores y convulsiones antes de ocasionar la muerte, que ser consciente de que, en realidad, nadie sobrevivió a ellas.
Por eso impresiona tanto recorrer unas salas de exposiciones en las que, lejos de los comentarios de asombro o las luchas constantes por conseguir una foto que provocan las obras de arte, la mayor parte de la gente permanece en silencio, algunos sobrecogidos por las atrocidades que imaginan detrás de cada uno de los objetos que contemplan, otros por respeto a las personas a las que pertenecieron.
Sin embargo, todo eso desaparece al abandonar el edificio. Porque si bien en la última parte de la exposición las palabras de los supervivientes no dejan de hablar de un objetivo común: que nunca vuelva a suceder lo mismo, lo cierto es que basta con abrir un periódico para encontrar una noticia sobre la persecución de los rohingya, y en nuestra historia reciente siguen estando Ruanda, Guatemala, Bosnia o Armenia, porque, al parecer, el horror no tiene límites.