Itziar Hernández – La República Cultural
Decimos que la sociedad se polariza, que atomiza al individuo, que nos desintegra: todos términos físicos. Y quizá sean dos principios físicos los que nos permitan no perder el norte ante los terribles incidentes que estos días se producen en torno a nosotros.
Copenhague es la historia del encuentro que tuvo lugar en 1941 en la capital de Dinamarca, ocupada por los nazis, entre el científico danés Niels Bohr y su exalumno alemán Werner Heisenberg, padres de la física cuántica. A la sazón, Bohr aún no ha comenzado a colaborar con el grupo de El Álamo que daría a luz a Little Boy, la bomba que arrasaría Hiroshima. Heisenberg, por su parte, representa la cumbre de la ciencia nazi, dirigiendo su Instituto de Física en Berlín, donde trabaja en el proyecto de un reactor nuclear.
El problema de que nadie conozca realmente el contenido de aquella reunión, un acto que, en el caso de Heisenberg se podría haber considerado traición y haber puesto en peligro su vida, es lo que dio, durante mucho tiempo, lugar a la teoría de que no es que Heisenberg no hubiese podido fabricar una bomba atómica para Hitler, es que no quiso. Ese es el problema ético en que se centra Copenhague. Una obra que se desarrolla en torno a conjeturas sobre el misterioso encuentro, con unas explicaciones físicas de alto nivel, dadas, sin embargo, en un lenguaje sencillo fácil de entender, más o menos, para cualquier espectador.
La duda sobre las razones de Heisenberg para hacer aquella visita nos obliga a ponernos en la piel del “otro”. El físico teórico no es un “alemán bueno”. Él ha elegido formar parte de la maquinaria de poder nazi para no perder la oportunidad de desarrollar la ciencia en su país y, en consecuencia, para su gobierno. Pero puede que sea un alemán “bueno”, puesto que es posible que inclinase la balanza de la guerra a favor de los Aliados impidiendo que los alemanes creasen la bomba atómica.
Para complicar más la interpretación de los hechos, Bohr y Heisenberg rompieron sus relaciones de amistad de forma permanente tras aquella visita, lo que no deja de ser curioso, visto que Heisenberg había sido el alumno favorito de Bohr. Y esto introduce otro tema humano en la obra: la relación entre un estudiante y su profesor, cuando este es también su maestro. ¿Es eso lo que permite a Bohr, en realidad, frenar las aspiraciones “asesinas” de Heisenberg? ¿Es quizá la amable personalidad de Bohr, su afecto, la que hace a Heisenberg abandonar su idea de construir la bomba nuclear? ¿Es su “complementariedad” lo que impide otro resultado de la guerra?
Como ya explicó Heisenberg, todo esto podemos verlo gracias a que no somos ellos. Y nuestro peculiar Virgilio por las explicaciones, las interpretaciones y los hechos (los pocos conocidos) será Margrethe, la esposa de Bohr. Gracias a ella, a sus observaciones y a que los físicos intentan explicarle sus teorías en un lenguaje sencillo, podemos seguir lo que está sucediendo y, puede ser, tomar una posición antes del final de la obra. O decidir que nadie es bueno ni malo, sino todo lo contrario.
Las palabras de estos tres personajes son, en definitiva, todo con lo que contamos. Carlos Hipólito, Emilio Gutiérrez Caba y Malena Gutiérrez se mueven, poco, por una escenografía extremadamente sobria, sin cambios de escenario, sin apenas juegos de luces y con una música prácticamente inexistente. No hace falta. La extraordinaria fuerza del texto y la impecable dicción, el arte teatral de los actores nos permite no perdernos, seguir prendidos de sus labios y movernos entre la incertidumbre de estar y no estar, de ser lo que creemos o lo que ven los demás una vez que ha pasado.
Y, por fin, ¿fueron las razones morales las que impidieron a Heisenberg construir una bomba atómica para Hitler? ¿Fue solo un error de cálculo? Y, si buscaba construir una bomba, ¿era él más culpable que los científicos de Oppenheimer y el proyecto Manhattan? Al fin y al cabo, no sabemos si, de haber descubierto la forma de hacer una bomba atómica, los científicos alemanes habrían permitido su uso, pero sí sabemos que los estadounidenses lo permitieron no una, sino dos veces, y cuando la guerra contra la que luchaban y que querían detener ya estaba ganada. ¿Es, pues, más inocente Bohr, que hizo posible Little Boy, menos culpable que su alumno, a quien puede que convenciese para no fabricar la bomba? ¿Es más inocente solo porque trabajaba para los que ganaron, para los “buenos”? ¿No son, acaso, buenas personas en su vida privada? Ah, hemos llegado a la banalidad del mal. O quizá a que no hubo un bien y un mal, y solo necesitamos ponerlo de alguna parte para sobrevivir.
Y, en todo ese ir y venir, hemos descubierto que ni somos como creemos ni somos quizá menos culpables que otros y que, quizá, solo los errores nos permiten no ser monstruos. Benditos errores, pues.