Luis Rueda - La República Cultural
Si nos remontamos a la época en que
Carl Laemmle Senior puso
en marcha Universal Pictures, compañía
que heredó su hijo, incluso dotándola de mayor eficiencia, nos damos de
bruces
con una de las épocas más maravillosas de la historia del
cine de terror, del
fantástico si se quiere.
Entre las décadas de 1930/ 40 cineastas como Paul Leni, Tod Browning,
James
Whale, Edgar G. Ullmer, Karl Freund, George Waggener y un largo
etcétera de
profesionales, muchos de origen centroeuropeo, se encargarían de poner
las
bases de una incipiente cultura de estudio que en el ámbito del bajo
presupuesto
llevaría a la gran pantalla los más conocidos clásicos de la literatura
de
horror con resultados extraordinarios.
Universal Pictures forma parte de
nuestra memoria colectiva
gracias a films como El fantasma de la
Ópera (The Phamtom of the Opera,
1925) de Rupert Julian El
hombre que ríe
(The
Man Who Laughs, 1928)
de Paul Leni, Drácula
(Id; 1931) de Tod Browning’, Frankenstein
(Dr.
Frankenstein, 1931) de
James Whale o
La Momia (The
Mummy, 1932) de Karl Freund entre muchos e imprescindibles
títulos. La mayoría de estos títulos estaban precedidos de una obra
literaria o
adaptación teatral de éxito, a la sazón exquisitamente destilados por
un
libreto austero. Pero el caso de un filme como el Hombre
Lobo (1941) de George Waggener fue, quizá por ausencia de
una obra que concentrara la iconografía necesaria para desarrollar el
mito
cinematográficamente, casi un producto ideado por el guionista Curt
Siodmak.
Algo muy parecido podríamos decir de la imagen del monstruo, una
extraordinaria
invención del gran maquillador Jack Pierce.
El mito de la licantropía, arraigado
a la cultura clásica, a
las leyendas de los bersekers en el Europa del norte, apenas hallaba un
referente de peso en la literatura y siempre con mecánicas e
interpretaciones
tan dispares que nos llevarían desde relatos como Olalla de Robert L.
Stevenson
a obras de sesgo licantrópico pero de moderna idiosincrasia como El
Extraño caso del doctor Jekyll
y mister Hyde (Strange
Case of Dr Jekyll
and Mr Hyde, 1886) del propio
Stevenson. De esta
última obra cabe
decir que inspiraría notablemente la primera incursión de la Universal
en el
tema licantrópico: El lobo humano
(1935)
dirigida por Stuart Walker, mucho
más interesante que la posterior El
hombre Lobo (1941).
Con estos mimbres, y prácticamente
obviando toda la
evolución de los licántropos en el cine, la Universal se ha propuesto
llevar al
hombre lobo a la gran pantalla siguiendo el esquema que le diera
réditos con La
Momia y se emponzoñara como modelo con el deleznable mash
monster Van Helsing. El
Hombre lobo (2010) de Joe Jonhston es, instalado en esa
rutina temeraria de
la productora, un impúdico ejercicio demodé que obvia las etapas de
reformulación concentradas en la década de los ’80, ahí están John
Landis, Joe
Dante, Neil Jordan o Michael Wadleigh con su legado renovador,
especialmente
estos dos últimos, con dos filmes extraordinarios como En
compañía de lobos (The
Company of Wolves, 1984) y Lobos
Humanos (Wolfen, 1981).
El Hombre lobo es un filme fallido,
en ocasiones grotesco y
formulario, que carga las tintas en el esquema ideado por el alquimista
Curt
Siodmak y no participa de una necesaria reinterpretación, renovación o
riesgo,
que podría, es una idea, haber llevado a sus instigadores a explorar
vías
interesantes como la novela de Guy Endore El
Hombre lobo de París, material de partida de la inmarcesible La
Maldición del hombre lobo (The Curse of Werewolf,
1961) de Terence Fisher. Es bien
curioso como un
filme que cuida sobremanera su ambientación, con intérpretes de entidad
y un
diseño de producción estimable, puede irse al traste por una mentalidad
conservadora que ha precipitado en un guión desastroso, ineficaz y de
una
inocencia casi extravagante.
No es un mal planteamiento el llevar
la licantropía al
terreno de la maldición familiar, ni ahondar en el conflicto de una
saga
maldita, pero a mi juicio la exploración de ese universo irrespirable,
insano,
que en ocasiones apunta a instantes que podrían evocar a La
caída de la casa Usher de Poe o al relato Olalla de Stevenson
es
absolutamente redundante, “sobredialogado”, de un tono folletinesco que
podría
encajar con mayor acierto en el grueso de melodramas de baja estofa que
la
propia Universal elaboraba en los tiempos de Carl Laemle. Con cierto
tufillo al
Drácula de Bram Stoker (1992) de
Francis Ford Coppola, de la que toma prestada una halo romántico muy
artificioso amén de lastrado por una indefinición estilística
vergonzante, Joe Johnstone
nos propone un bockbuster ensimismado en efectismos,
flashbacks fangosos
y situaciones delirantes como la secuencia de la taberna, donde hasta
el
apuntador conoce la mecánica del libreto de Curt Siodmak; balas de
plata, luna
llena, gitanos… Y eso que no hablamos de una élite de rosacrucistas
victorianos, expertos en leyendas del este o esoteristas viajados, sino
de
paletos protestantes.
Con todo, cabe señalar que el filme
carga las tintas con
voluntad a la hora de potenciar la violencia en los ataques de la
bestia, cosa
de agradecer, e incluso cuaja alguna secuencia de mérito, como aquella
en que
la bestia ataca el poblado de los gitanos y un resuelto Lawrence Talbot
(Benicio del Toro) intenta abatirla en una frenética persecución por el
páramo
brumoso que le lleva hasta una suerte de druídico emplazamiento. Son
instantes
que nos hacen confabular con una medianía que nunca levanta el vuelo,
con un
filme que se encharca en un segundo acto desastroso y un tramo final
delirante,
totalmente inapropiado. Cuánto provecho podrían haber sacado los
guionistas
Andrew Kevin Walker y David Self al apunte del pasado del personaje
interpretado por Anthony Hopkins en su periplo colonial por la India…
Una
lástima, se le ocurren a uno mil argumentos para liberar al filme de su
parálisis congénita, una maldición más feroz que la del lobo enquistada
en un
paisaje sugerente pero totalmente desaprovechado. Ni tan siquiera el ripperiano
callejero de Londres luce
como elemento sugestivo en este remake
ramplón, apresurado, quizá echo trizas en una angosta sala de montaje.
Menos
mal que siempre nos queda Rick Baker y su labor en los efectos
especiales para
recrearnos la vista, habrá que esperar quien es el siguiente monstruo
que
domestica esta fábrica de sueños venida a menos. Qué cosas, cuando no
funciona
nada hasta Danny Elfman parece un principiante, la banda sonora de la
película
se diría un refrito que envenena de glucosa la sangre.