Iván González – La República Cultural
Hay películas de cine mudo cuyo actual visionado parece como una mala digestión en el arcón antediluviano del abuelo. No es el caso de Lirios rotos que, diría Lichtenberg, es un poema sobre el espacio vacío.
Quizás el camino más sapiente del arte sea cabalgar de lo barroco a lo simple. Esa fue la argamasa que, en aquellos sus más maravillosos años, antes de la ruina, el alcoholismo, el olvido, cimentó la obra del director estadounidense D. W. Griffith. Con él, la cámara abandonó la pereza del plano fijo sumergiéndose en fundidos, flashbacks, montajes alternos y otros vericuetos de la narración que criogenizaron para siempre, en el primer capítulo de todos los manuales de la Historia del cine, su nombre. De los apabullantes frescos actorales y abigarradas puestas en escena de El Nacimiento de una nación o de Intolerancia, desembocó en el trazo simplísimo de estas flores surgidas de la arqueología del cine, rotas pero lozanas gracias al perfume atemporal que ha llevado, lleva y llevará siempre, el cine que, más allá del puro divertimento, retrata el alma humana.
Pero acaso, tras el minimalismo de Lirios rotos -apenas una calle cutre del Limehouse, el barrio chino de Londres, y algunos interiores-, se parapeta no sólo una senda artística sino también la falta de parné. Este es el prosaísmo del cine que, a diferencia de la literatura, es vocación que requiere para fabricarse de dos aliados incómodos: otra gente y dinero. Todos los dólares que Griffith ganó con El Nacimiento de una nación se esfumaron en el fiasco taquillero de Intolerancia, y los costosísimos decorados de Babilonia fueron abandonados bajo el aguaviento californiano, en un ángulo oscuro de Sunset Boulevard, en la que, en palabras de Orson Welles, fue la mayor injusticia de Hollywood.
Lucy, una de esas núbiles que tanto hicieron salivar a Griffith en vida, interpretada por su musa Lillian Gish, deambula por los muelles tratando de escapar del infierno familiar de un padre borracho y boxeador que la muele a palos y de una madre más aficionada a los fumaderos de opio que a su alcoba. El chino, otro animal que respira marginalidad, y que vive con la ingenua inclinación de extender el buenrollismo oriental en un barrio obrero londinense donde llevar chirlos en la jeta es como comer bombones Ferrero-Roché en otros, se cruza con ella, estallándole ese deseo atávico de salvar princesas magulladas que lleva a pasiones incontroladas.
Dos criaturas moribundas de afecto, chirriantes en un mundo extraño, se topan, y la ternura que les negó el resto, de repente, lame las heridas yemas de sus dedos, transvasándoles todo un nuevo mundo sensorial que rectifica el miedo en confianza, la mueca luctuosa en sonrisa, y difumina los contornos sórdidos cotidianos y les enseña sus verdaderos perfiles de criaturas luminosas destinadas genéticamente a encontrarse.
Lejos de los oropeles y grandes decorados, de la ambigua simpatía por el Ku Klux Klan que algunos vieron en Griffith, discurre esta historia mínima y hermosa de la libertad del hombre en ese amor platónico siempre tan atractivo en su contención de no llegar a derramarse que encierra el dulce caramelo de apaciguar dos soledades maltratadas.
Lirios rotos desflora un mensaje antirracista, el milagro de un encuentro de subjetividades sedientas de completarse fabulado por un buen conocedor del corazón, que no envejece la pátina del tiempo y se opone a la eterna incomprensión hostil de un entorno cateto.