Virginia Fernández - La República Cultural
Ser “inocente” y ser declarado “no culpable” por un tribunal son cosas muy distintas. En el primer caso, quien recibe el castigo debe hacer frente a la falta de credibilidad del sistema judicial, donde no tienen cabida aquellos que no tienen suficiente dinero para pagarse un buen abogado. En el segundo caso, lo importante es que, pese haber cometido el crimen, haya una puerta abierta a la esperanza, para reducir al máximo la rudeza de un sistema judicial estadounidense donde la pena de muerte es una amenaza real. Abogado del diablo o no, el protagonista de El inocente lucha por ser un abogado defensor de causas perdidas, partiendo de la premisa de que la inocencia rara vez existe. Sus métodos no son convencionales y su principal motivación es el dinero. Resulta difícil creer en la justicia, cuando nisiquiera los propios abogados creen en su funcionamiento.
El descubrimiento de la inocencia de uno de sus clientes llevará al protagonista a cuestionarse por primera vez el verdadero significado de la justicia. Para ello hará uso del juego sucio si es necesario para lograr su objetivo. De esta manera, intentará alcanzar la justicia que el defectuoso sistema judicial yanqui no garantiza. Bien es sabido que el modelo de la ley del más fuerte ha marcado desde el principio a una nación acostumbrada a tomarse la justicia por su mano, dando su merecido a quien “realmente es malvado”.
En este caso, la ineficacia del sistema judicial parece amparar o justificar la actuación del abogado, que tiene que recurrir a las triquiñuelas que haga falta para meter en la cárcel a un sujeto muy peligroso y protegido por su clase social y riqueza. A la vez, que liberar a quien realmente está entre rejas, sin recursos económicos y pagando por lo que hizo otro en su lugar.
Podría tratarse de otro thriller judicial más, pero lo cierto es que la historia engancha. No se sabe bien si porque la interpretación chulesca del protagonista, Matthew McConaughey, es muy convincente. Un antihéroe que persigue la justicia, pese a tener un modus operandi poco habitual y propio de quien se ha criado en un ambiente donde “comes o te comen”.
Quizás, también engancha porque cuestiona el sistema judicial estadounidense, y aunque sea triste pensarlo, parece casi algo natural, que la justicia se tenga que hacer de otra manera. Puesto que la legalidad en Estados Unidos parece más bien una gran pantomima, donde realmente prima la voluntad y la suerte de quienes tienen dinero. Una se siente confusa al salir del cine. Tras ver la película una tiene la sensación que darle una paliza “al malo” siempre conlleva una especie de catarsis derivada de la frustración y la necesidad de experimentar el desahogo personal. O también, simplemente una no siente compasión al querer emprender represalias contra el actor que hace de malvado, que lo hace tan mal como en su películas anteriores (Ryan Phillipe).
Sea como sea, quien vaya a verla que lo haga mejor en versión original, como siempre. Y que vaya preparado para plantearse el significado de la justicia, en Estados Unidos o en Europa, que también hay casos que hacen pensar acerca de quien hace las leyes y quien sufre más la rigurosidad de las mismas. Los políticos siempre se van de rositas, ya lo sabemos todos.