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Usuarios en una exposición - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

Un transeúnte que se acerca a un museo, una galería de arte u otra institución similar lleva puestas las anteojeras que son imprescindibles para guiarse en nuestras modernas ciudades, tan saturadas ellas de signos variopintos y a veces contradictorios, edificios, personas y vehículos a motor, por no hablar de las señales destinadas a regular el trasiego de estos últimos, la publicidad en sus distintas modalidades, etc. Tal abundancia de impresiones no puede ser procesada por un cerebro humano, de ahí que éste, de manera instintiva, aprenda con el tiempo a seleccionar aquello que le es útil para orientarse, prescindiendo de todo lo demás, que en el acto pasa a la categoría de invisible. El transeúnte, al entrar en un museo, debe ante todo sacudirse esas anteojeras, lo que implica adoptar una actitud nueva, una transfiguración, la cual es facilitada por el silencio que impera (o debería) en tales lugares. En la sala de exposiciones la variedad de imágenes se reduce considerablemente, lo que realza la visibilidad de lo expuesto y permite al visitante una concentración de los sentidos que es imposible en el exterior. Entonces se puede admirar cuadros o esculturas, o lo que sea que se exhiba, con atención y curiosidad, aunque uno sea un profano, y además, por lo menos un poco, observar a los otros visitantes, miembros todos ellos de una especie que es la de uno mismo, de lo que, si la observación es atenta, a veces se desprenden algunas útiles enseñanzas acerca de los usos y costumbres de esta interesante fauna. Como casualmente el lugar en cuestión está concebido para eso, es decir, para observar, tal actividad puede desplegarse sin ningún escrúpulo. Aquí, en efecto, el feo vicio del voyeurismo, que en cualquier otro sitio se considera una perversión, no sólo está permitido, sino además justificado.

Usuarios en una exposición

Anni Leppälä
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Anni Leppälä

Título: Leyendo, 2010 (detalle). Autora: Anni Leppälä.
Fuente: Museo Thyssen-Bornemisza

Anni Leppälä
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Anni Leppälä

Título: Leyendo, 2010 (detalle). Autora: Anni Leppälä.
Fuente: Museo Thyssen-Bornemisza

José Ramón Martín Largo – La República Cultural

Un transeúnte que se acerca a un museo, una galería de arte u otra institución similar lleva puestas las anteojeras que son imprescindibles para guiarse en nuestras modernas ciudades, tan saturadas ellas de signos variopintos y a veces contradictorios, edificios, personas y vehículos a motor, por no hablar de las señales destinadas a regular el trasiego de estos últimos, la publicidad en sus distintas modalidades, etc. Tal abundancia de impresiones no puede ser procesada por un cerebro humano, de ahí que éste, de manera instintiva, aprenda con el tiempo a seleccionar aquello que le es útil para orientarse, prescindiendo de todo lo demás, que en el acto pasa a la categoría de invisible. El transeúnte, al entrar en un museo, debe ante todo sacudirse esas anteojeras, lo que implica adoptar una actitud nueva, una transfiguración, la cual es facilitada por el silencio que impera (o debería) en tales lugares.

En la sala de exposiciones la variedad de imágenes se reduce considerablemente, lo que realza la visibilidad de lo expuesto y permite al visitante una concentración de los sentidos que es imposible en el exterior. Entonces se puede admirar cuadros o esculturas, o lo que sea que se exhiba, con atención y curiosidad, aunque uno sea un profano, y además, por lo menos un poco, observar a los otros visitantes, miembros todos ellos de una especie que es la de uno mismo, de lo que, si la observación es atenta, a veces se desprenden algunas útiles enseñanzas acerca de los usos y costumbres de esta interesante fauna. Como casualmente el lugar en cuestión está concebido para eso, es decir, para observar, tal actividad puede desplegarse sin ningún escrúpulo. Aquí, en efecto, el feo vicio del voyeurismo, que en cualquier otro sitio se considera una perversión, no sólo está permitido, sino además justificado.

Un amigo aficionado a la pintura me contaba hace poco que visitó una exposición del Thyssen llamada “Heroínas”, de la que una parte se muestra en el edificio del museo en el Paseo del Prado y otra en la Fundación Caja Madrid (antigua Casa de las Alhajas), en la también madrileña Plaza de San Martín. La exposición, en conjunto, obedece a un tema que puede deducirse fácilmente de su título: las mujeres. Entre estas mujeres hay algunas heroínas públicas, como Juana de Arco o Santa Catalina de Alejandría. Hay también amazonas, espartanas y feministas. Los organizadores de la exposición, con buen juicio, han querido que en ésta estuvieran representadas igualmente otras mujeres cuyo carácter heroico es puramente anónimo, privado y hasta doméstico, lo que no les quita ni un gramo de heroicidad. La mejor muestra de esto último, me decía mi amigo, está en el edificio de la Plaza de San Martín, y lo constituye una sala dedicada íntegramente a mujeres lectoras.

Que en el género del retrato exista una larga tradición dedicada a las mujeres con libro es algo que a nadie puede sorprender. Mientras que al hombre se le representa como personaje de acción, esgrimiendo un sable, una espada o algún otro artilugio parecido, a la mujer se le reserva un papel por naturaleza pasivo. Pues si el héroe vive incontables aventuras conquistando el desierto, por ejemplo, la heroína debe contentarse experimentando las suyas a través de otros, que es lo mismo que antes se llamaba transmigración, o sea, por medio de los personajes de un libro. Además, la imagen de la mujer lectora, ensimismada, olvidada de sí, es de las que se prestan al fetichismo que es tan grato al voyeur, el cual es libre de imaginar una historia dentro de la historia que representa el cuadro. Por medio de la imagen de la mujer lectora puede apreciarse el suave contacto de las yemas de los dedos con el papel, que además desprende un ligero aroma, y todo ello transmite una impresión de inquietud contenida, de serenidad vigilante, de paz. ¿Qué estará leyendo? ¿Una historia de amor? ¿O será El origen de las especies? ¿Qué es lo que puede retener su atención de esa manera tan imperiosa? Porque en efecto la mujer parece estar totalmente enfrascada en la lectura, rodeada del misterio, el silencio y el erotismo que son propios de la privacidad sorprendida furtivamente. No nos mira con ese aire desafiante y bobalicón del caballero con espada. De hecho, no nos mira; y ni siquiera ha notado que la estamos mirando. Le importamos, decía mi amigo, lo mismo que el próximo episodio de la conquista del desierto: un bledo, o menos. Así pues, ella se instruye, o espera, y entretiene la espera con un libro.

Mi amigo, que quizá tenga después de todo algo del espíritu del voyeur, confesó sentirse especialmente cómodo en la sala de las mujeres lectoras, en la que, aparte de estas agradables señoras, estaba él solo. Es normal, ya que se trata de cuadros pequeños y modestos, ninguno ostenta una gran firma, y además la sala propiamente dicha está puesta un poco a trasmano, de manera que es posible pasar junto a ella sin enterarse. Únicamente, según parece, le perturbó un poco la repentina aparición de un segundo visitante: un hombre de mediana edad y altura mediana, un poco calvo, en fin, nada del otro mundo. El hombre se desplazaba discretamente entre cuadro y cuadro, y ante cada uno apretaba los botones de su telefonillo, también llamado “servicio de audio-guía”, y se aplicaba el instrumento a la oreja. Como mi amigo no había tenido la precaución de proveerse de telefonillo, se acercó distraídamente al hombre, como si estuviera muy interesado en examinar el detalle de un cuadro, por si pescaba algo, pero nada. Sólo muy lejanamente se escuchaba una voz femenina, una especie de runrún o de gorjeo ininteligible. Mientras al hombre le informaban de que lo que estaba viendo era el retrato de una lectora, pues es obvio que estas cosas hay que explicarlas para facilitar el acceso a la cultura, el silencio de la sala fue interrumpido por un sonido brusco y destemplado, una especie de aullido electrónico. El hombre tardó unos segundos en reaccionar, pero luego, sobresaltado por la urgencia del sonido, hurgó en uno de sus bolsillos y se llevó a la oreja libre el teléfono móvil, que en el acto dejó de sonar. La urgencia de la llamada quedó explicada en el acto:

− Sí, sí… En una exposición… ¿Qué dices? ¿No has comprado el pan?

Mientras atendía la importante llamada con una oreja, con la otra seguía escuchando la explicación acerca de las mujeres lectoras, aunque por desgracia era inevitable que algo se le escapase, razón por la cual intentó poner la audio-guía en modo de pause, pero sin éxito, ya que tenía las dos manos ocupadas. Aviesamente, y con tanto trajín, la correa de la audio-guía se había deslizado por el brazo hasta quedar tendida entre el hombro y el codo, lo que obligaba al tronco del sujeto a inclinarse hacia ese lado, y en esa difícil postura el pobre hombre, que ahora parecía un enfermo conectado a varios aparatos salutíferos, o la víctima de un experimento médico, sin escuchar las últimas palabras de su interlocutor telefónico, casi gritó desesperadamente:

− Sí, ya lo compro yo.

Finalmente consiguió guardar en el bolsillo el teléfono móvil y, con feroz determinación, volvió a ajustar la correa de la audio-guía. Por un momento le pareció a mi amigo que una de las lectoras levantaba la cabeza de su libro y la volvía hacia el hombre, entre irritada y compadecida.

Lo verdaderamente horrible, me dijo mi amigo, empezó después, cuando se dirigió hacia la salida. Si bien propiamente la exposición ya había terminado, aún su mirada no estaba provista de las correspondientes anteojeras tan necesarias para andar por el mundo, acción que requiere de cierto proceso mental que lleva su tiempo. En consecuencia, durante unos segundos, a mi amigo le fue dado ver lo invisible, a saber, lo que siempre queda fuera de nuestro habitual campo de visión. Ya en las escaleras, se encontró a una joven con auriculares abstraída en la contemplación de la pantalla de un ordenador portátil. Otra, a la entrada del vestíbulo, ejercitaba a velocidad de vértigo sus pulgares mientras escribía un sms. Un tercero pasaba las páginas imaginarias de su e-book. También ellos parecían imaginarios e irreales, y, como sus instrumentos, confeccionados con el mismo y neutro material plástico. La actividad de estos usuarios, por realizarse públicamente, carecía de toda sensación de intimidad o de placer, y más bien parecía formar parte de una condena forzosa que debía ejecutarse de un modo tan inmediato, tan frío y electrónico como compulsivo. Todos ellos se encontraban aislados, separados unos de otros de un modo (y estas palabras las repitió mi amigo varias veces) “totalmente inhumano”, como si fueran víctimas de alguna rara enfermedad. Y en efecto, mi amigo, que además de aficionado a la pintura lo es también a las matemáticas, calculó en un abrir y cerrar de ojos la cantidad de transnacionales suministradoras de hardware y de software que simultáneamente estaban obteniendo jugosos beneficios de aquella actividad autista. Pues en esto consistía el virus que había atacado a aquellos ex seres humanos, convertidos de pronto en usuarios: en obligarles a hacer entrega de su cuerpo, su mente y sus horas de ocio en beneficio de la cuenta de alguna multinacional.

Mi amigo, persona en general equilibrada, afirmó haber sentido una especie de “ataque de nervios”, y algo así como la necesidad de ser transportado a un lugar en el que todavía existieran seres humanos libres de la dependencia y la atadura a algún dispositivo electrónico. Por un momento pensó en volver a la sala de las lectoras y encerrarse allí, a salvo de infelices usuarios. Pero la duración del ataque fue breve. El tráfico, el ruido, y el apresuramiento de la gente le devolvieron en el acto a su estado natural, y, habiendo vuelto el mundo a su invisibilidad acostumbrada, encendió el teléfono móvil e informó a su compañera de que ese día él compraría el pan.

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