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Moby Dick, puesta en imágenes por Denis Deprez y Jean Rouaud - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

Herman Melville zarpó del puerto de la entonces ciudad ballenera de New Bedford en 1841. La capilla de los balleneros, en la que transcurre un capítulo memorable de Moby Dick, existe todavía, y es el alma de esta población ahora en crisis, pero es un alma vendida al demonio del turismo. Entre las cosas ficticias que la realidad ha plagiado y que ahora pueden verse en New Bedford queda sin embargo alguna verdadera y que ya estaba allí cuando el joven Melville se disponía a partir para un viaje en el que encontraría a la ballena blanca: por ejemplo las lápidas de mármol con nombres de los marineros desaparecidos que decoran las paredes de dicha capilla, curiosamente, muchos de ellos portugueses, inmigrantes que procedían de la también pesquera Aveiro (hoy igualmente reconvertida al turismo) y que habían llegado a Massachusetts en busca del bacalao que entonces abundaba en aquellas costas. Como la realidad se empeña en imitar a la fantasía, hemos sabido el pasado febrero por la Administración Nacional Atmósferica y Oceánica de Estados Unidos (NOAA, por sus siglas en inglés) que en un paraje remoto del Pacífico, a más de seiscientas millas de la cadena de cayos y atolones que componen las islas hawaianas del norte, se conservan todavía intactos los restos de un barco naufragado de Nantucket que en el momento de estrellarse con un arrecife, en 1823, se encontraba al mando del capitán George Pollard Jr., el mismo que dos años antes, al mando de otro barco, el Essex, fue embestido por una ballena, tras lo que naufragó en el Pacífico sur. Este Pollard no es ni más ni menos que el Capitán Ahab.

Moby Dick, puesta en imágenes por Denis Deprez y Jean Rouaud

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Moby Dick

Una ilustración del libro de Deprez y Roudaud. Fuente: Editorial Sexto Piso.

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Una ilustración del libro de Deprez y Roudaud. Fuente: Editorial Sexto Piso.

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DATOS RELACIONADOS

Título: Moby Dick
Autor: Herman Melville
Ilustración: Denis Deprez
Adaptación: Jean Rouaud
Traducción: Julián Meza
Editorial: Editorial Sexto Piso. 2010
Formato: 17 x 24 cm. 112 pág. Encuadernación en tapa dura
ISBN: 978-84-96867-65-9

José Ramón Martín Largo – La República Cultural

Herman Melville zarpó del puerto de la entonces ciudad ballenera de New Bedford en 1841. La capilla de los balleneros, en la que transcurre un capítulo memorable de Moby Dick, existe todavía, y es el alma de esta población ahora en crisis, pero es un alma vendida al demonio del turismo. Entre las cosas ficticias que la realidad ha plagiado y que ahora pueden verse en New Bedford queda sin embargo alguna verdadera y que ya estaba allí cuando el joven Melville se disponía a partir para un viaje en el que encontraría a la ballena blanca: por ejemplo las lápidas de mármol con nombres de los marineros desaparecidos que decoran las paredes de dicha capilla, curiosamente, muchos de ellos portugueses, inmigrantes que procedían de la también pesquera Aveiro (hoy igualmente reconvertida al turismo) y que habían llegado a Massachusetts en busca del bacalao que entonces abundaba en aquellas costas. Como la realidad se empeña en imitar a la fantasía, hemos sabido el pasado febrero por la Administración Nacional Atmósferica y Oceánica de Estados Unidos (NOAA, por sus siglas en inglés) que en un paraje remoto del Pacífico, a más de seiscientas millas de la cadena de cayos y atolones que componen las islas hawaianas del norte, se conservan todavía intactos los restos de un barco naufragado de Nantucket que en el momento de estrellarse con un arrecife, en 1823, se encontraba al mando del capitán George Pollard Jr., el mismo que dos años antes, al mando de otro barco, el Essex, fue embestido por una ballena, tras lo que naufragó en el Pacífico sur. Este Pollard no es ni más ni menos que el Capitán Ahab.

Moby Dick ha dado pie a todo un género literario protagonizado por monstruos marinos y al que dieron continuación, entre otros, Julio Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino (1869) y Rudyard Kipling en Un hecho real (1892). No tan fácil es rastrear sus orígenes literarios, que podrían remontarse hasta La narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket (1838), única y sorprendente novela de Edgar Allan Poe en la que se narran las desventuras del bergantín Grampus en los Mares del Sur y que quedó inconclusa. Parece, sin embargo, que no es necesario buscar origen literario alguno para la invención de Melville, que obedece a su propia experiencia como marino y sobre todo a relatos de hechos contemporáneos, en especial al que del hundimiento del ya mencionado Essex hizo uno de sus escasos supervivientes, el primer oficial Owen Chase, en su Narración del muy extraordinario y penoso naufragio del ballenero Essex, que se publicó en 1821. Igualmente sirvió a Melville como fuente de inspiración un relato aparecido en 1839 en la revista Knickerbocker en el que un oficial de la Armada describó los múltiples intentos de dar caza a Mocha Dick, ballena albina que finalmente fue muerta por una flota internacional frente a las costas de Chile. Por lo demás, que existen (o existieron hasta hace poco) ballenas blancas de un tamaño colosal es un dato que atestiguan los mapuches, en cuya mitología figuran cuatro ballenas encargadas de trasladar las almas de los difuntos hasta el Ngill chenmaywe, lugar que se ha identificado con la Isla Mocha, y que vendría a ser una especie de purgatorio o de paso intermedio en el camino hacia el Más Allá.

La novela de la ballena blanca no tuvo mucho éxito en vida de su autor, quizá porque pertenece a un género enteramente nuevo que no podía contentar ni a los aficionados a la novela de aventuras ni a los sesudos partidarios de la filosofía natural. En esto su suerte se asemeja a la del Quijote, como también la asemeja a éste su éxito posterior y los infatigables y atolondrados intentos de, como suele decirse, descifrarla, darle una interpretación. Sucesivamente, la gran ballena ha sido El Ideal, El Amor Absoluto, El Destino, Lo Indefinible, Dios, El Mal, La Naturaleza Indomable, La Utopía, etc., excepto para aquellos convencidos de que la representación de tales atributos o de alguno de ellos no la ostenta Moby Dick, sino su perseguidor, el fanático y vengativo Capitán Ahab. Sin negar nada de esto, es posible que el relato de Moby Dick pueda explicarse, más sencillamente, como un viaje, con lo que esto significa en la tradición occidental, es decir, como una metáfora de la vida. Pero al contrario de lo que suele ocurrir en muchas novelas de iniciación, aquí el viaje no se produce al albur, dejándose llevar uno por la intervención del azar, sino que más bien el trayecto se despliega con perfecta consciencia de lo que se encuentra al final, pues, de hecho, la novela está construida en torno a la tensión existente entre dos personajes, uno visible que va al encuentro del otro, que es invisible y que le espera. Y, en último término, lo que cuenta Melville no es sino la caza de la ballena, algo que tiene para nosotros resonancias épicas pero que era muy común entre las gentes de New Bedford y Nantucket que él frecuentaba, ya que, como el autor pone en boca de uno de sus personajes, quién sabe si en tono de sarcasmo dirigido a los previsibles esfuerzos ulteriores por dotar de trascendencia a los hechos que se describen: “Eso es una ballena, y nosotros somos balleneros”.

Ahora nos llega una nueva edición de Moby Dick, esta vez en forma de novela gráfica con ilustraciones de Denis Deprez y con un guión adaptado para la ocasión que ha corrido a cargo de Jean Rouaud. Éste último es bien conocido por su novela Los campos del honor, que fue Premio Goncourt en 1990, pero antes de eso fue empleado de gasolinera, librero y vendedor de periódicos. Su última novela, La femme promise (2009), apareció en Gallimard y está a la espera de su traducción al castellano. Deprez, pintor belga, debutó en 2002 con una versión ilustrada de Frankenstein, ha participado en el XXX Festival Internacional del Cómic de Angulema y ha expuesto sus obras en diversas galerías de Europa y Asia. Su Moby Dick apareció originalmente en Castelman en 2007, recibiendo entonces excelentes críticas, y ahora ha sido traducida por la editorial Sexto Piso.

En el admirable trabajo que Deprez ha hecho para este libro se advierten dos partes: en la primera, todavía en tierra, predomina un verismo en tonos ocres que envuelve a los personajes que sirven de introducción a la historia, Ismael y el inquietante arponero Quiequeg, así como el pastor que pronuncia su terrorífico sermón en la capilla de los balleneros y que en el film de John Huston fue interpretado de manera pasmosa por Orson Welles. En la segunda, desaparece todo naturalismo y nos encontramos sumidos en un mundo gris-azulado repleto de premoniciones y del misterio del mar. Pero aquí estamos ya en el centro de la subjetividad del capitán, y casi podría decirse que de la paleta del pintor se apodera el espíritu de Ahab, el cual, mientras dirige al endeble Pequod hacia su destino, juega a mostrar y a la vez ocultar su obsesión, esa idea fija que le invade y que acabará por materializarse en el horizonte como si saliera de su propia y dislocada imaginación.

Siempre hay que felicitarse por una nueva edición de Moby Dick, pero en este caso con mayor motivo, pues sus ilustraciones nos ofrecen el regalo de contemplar la historia bien conocida con nuevos ojos, y no sólo con ojos juveniles, a pesar del extraño malentendido que pesa sobre esta novela y que presuntamente la hace recomendable sólo para lectores jóvenes. Pues sucede que Moby Dick es uno de esos raros libros a los que conviene acercarse más de una vez en la vida, y es posible que el que la haya descubierto ya adulto, o que la haya releído, recupere ahora la fascinación y el frescor de una primera lectura. Y tal vez este libro, a los que creíamos saber algo del Capitán Ahab y de la gran ballena blanca, nos invite a olvidarlo todo y a empezar otra vez desde el principio.

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