Héctor Acebo
La escena del escondite inglés que ilustra el comienzo de la historia, y que se vuelve a repetir, de un modo escalofriante, al término de la misma cuando Laura (Belén Rueda) resucita a sus viejos amigos, podría servir como el contraste definitivo y definitorio de la filosofía de El orfanato. En la ópera prima de J. A. Bayona conviven, con resentimiento por ambas partes, la infancia robada y la madurez temeraria que transmite, con una simple mirada, Belén (¡qué bien Rueda!). Porque, como decía Leopoldo María Panero en El desencanto (Jaime Chávarri, 1976), "En la infancia, vivimos; después, sobrevivimos".
¿Qué es lo que más me llama la atención en este apasionante viaje sin retorno a las entrañas del Nunca Jamás? La amalgama de influencias que utiliza Bayona, sin concesiones a la señora urticaria, para describir todo tipo de situaciones escatológicas (¿cómo olvidar a aquella rubia capaz de esnifar polvo cadavérico?) y terroríficas, que se concentran a modo de metáfora en los retales de la lynchiana máscara del hijo de nuestra heroína.
No sé si ustedes tendrían esperanzas puestas en el filme que estamos recordando, pero a este espectador le ha sorprendido más bien poco la criba preselectiva de los Oscar… Me explico. A pesar de la elegancia que transmite El orfanato (¿o la playa de Llanes?), no debemos olvidar que los esfuerzos empleados en moldear a Laura con una psicología tan sobrecogedora como estéril olvida el tratamiento de personajes importantes. De modo que su propio marido permanece evadido durante la mayor parte del metraje.
Por otra parte, el guión es bastante previsible desde el momento en que la viejecita visita la mansión. Y, si echamos la vista atrás, hace casi cuarenta años (¡qué poco hemos evolucionado!) Ibáñez Serrador consiguió, sin ningún tipo de artificio, enclaustrarnos en una residencia que parecía una miniatura de la época. ¡Aquello sí que era terror…!
Lo que sí consigue Bayona, qué duda cabe, es un apasionante viaje sin retorno a las entrañas del Nunca Jamás. A propósito de