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Joseph Roth y El Leviatán - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

Dostoievski, visitante asiduo de regiones oscuras que antes que él ya había conocido, por ejemplo, Goya, escribió que el suicidio, idea con la que los hombres coquetean frívolamente en distintos períodos de su vida, acaba por imponerse, trascendiendo su anterior banalidad, cuando “ya no hay adónde ir”. Este lugar que es la negación de todos los lugares se encuentra según parece en Occidente, por donde se pone el sol. Y si tenemos testimonios de ese monstruoso hogar donde la razón sueña es porque unos pocos que se asomaron a él, los citados más arriba y algunos otros, pudieron volver para contarlo, pero no sin antes haber arrojado su luz sobre él, pues precisamente son quienes han llegado más lejos en esos andurriales los que mejor pueden traernos su imagen; son propiamente eso: portadores de luz. Uno de ellos es Joseph Roth. La suya es la vida ejemplar de un suicida, pero de uno que detestaba el pesimismo y que podía ser a menudo risueño, el cual eligió como instrumento de su fin un arma modesta, silenciosa y de acción lenta: la botella. Quién sabe qué historias felices habría podido escribir Roth si su circunstancia hubiera sido otra, y qué uso tan diferente habría dado entonces al instrumento de su suicidio, el cual suele asociarse a las ocasiones festivas y a los momentos dichosos de la vida. Nacido en Brody, cuando esta aldea ucraniana era parte del Imperio Austro-Húngaro, Roth fue un desterrado desde ya casi su nacimiento, en su calidad de judío rural que pronto se trasladó a la ciudad, donde perdió rápidamente la conciencia de su judaísmo (un atributo accidental, escribió, “algo así como mi bigote rubio, que igualmente habría podido ser negro”), y cuya existencia fue un continuo deambular hacia Occidente, primero a Viena y Berlín, y luego, tras el ascenso de Hitler al poder, a París pasando por Ámsterdam. Y no acaban ahí los destierros de Roth, quien siendo originario de Galitzia debió aprender sus primeras palabras en yiddish, pero que escribió siempre en alemán, y que además siendo un novelista nato debió dedicar gran parte de su tiempo al periodismo, a fin de ganarse un sustento que siempre fue escaso. Desterrado por

Joseph Roth y El Leviatán

Una leyenda del destierro

El Leviatán
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El Leviatán

Portada del libro de Joseph Roth

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El Leviatán

Portada del libro de Joseph Roth

DATOS RELACIONADOS

Título: El Leviatán
Autor: Joseph Roth
Traducción: Miguel Sáenz
Editorial: Siruela
Primera edición: 2003
Formato: 22 x 14 cm. 72 páginas
ISBN: 978-84-7844-692-6

José Ramón Martín Largo – La República Cultural

Dostoievski, visitante asiduo de regiones oscuras que antes que él ya había conocido, por ejemplo, Goya, escribió que el suicidio, idea con la que los hombres coquetean frívolamente en distintos períodos de su vida, acaba por imponerse, trascendiendo su anterior banalidad, cuando “ya no hay adónde ir”. Este lugar que es la negación de todos los lugares se encuentra según parece en Occidente, por donde se pone el sol. Y si tenemos testimonios de ese monstruoso hogar donde la razón sueña es porque unos pocos que se asomaron a él, los citados más arriba y algunos otros, pudieron volver para contarlo, pero no sin antes haber arrojado su luz sobre él, pues precisamente son quienes han llegado más lejos en esos andurriales los que mejor pueden traernos su imagen; son propiamente eso: portadores de luz.

Uno de ellos es Joseph Roth. La suya es la vida ejemplar de un suicida, pero de uno que detestaba el pesimismo y que podía ser a menudo risueño, el cual eligió como instrumento de su fin un arma modesta, silenciosa y de acción lenta: la botella. Quién sabe qué historias felices habría podido escribir Roth si su circunstancia hubiera sido otra, y qué uso tan diferente habría dado entonces al instrumento de su suicidio, el cual suele asociarse a las ocasiones festivas y a los momentos dichosos de la vida. Nacido en Brody, cuando esta aldea ucraniana era parte del Imperio Austro-Húngaro, Roth fue un desterrado desde ya casi su nacimiento, en su calidad de judío rural que pronto se trasladó a la ciudad, donde perdió rápidamente la conciencia de su judaísmo (un atributo accidental, escribió, “algo así como mi bigote rubio, que igualmente habría podido ser negro”), y cuya existencia fue un continuo deambular hacia Occidente, primero a Viena y Berlín, y luego, tras el ascenso de Hitler al poder, a París pasando por Ámsterdam. Y no acaban ahí los destierros de Roth, quien siendo originario de Galitzia debió aprender sus primeras palabras en yiddish, pero que escribió siempre en alemán, y que además siendo un novelista nato debió dedicar gran parte de su tiempo al periodismo, a fin de ganarse un sustento que siempre fue escaso.

Desterrado por partida doble, por tanto: de su tierra y de su lengua. En esos años su domicilio estaba en algún hotel o en algún café de Europa, con un botella siempre a mano y con la maleta hecha, ya que nunca se sabe dónde puede estar uno mañana. Y al fin y al cabo este transterramiento no fue tan grave mientras existió el Imperio, el cual estaba formado por súbditos que podían moverse con libertad por media Europa, sin que ninguna institución, policía o frontera les hiciera sentirse extranjeros en ninguna parte. Como muy bien ha ilustrado en algunos de sus libros Claudio Magris, la vida de Roth no fue sino un desprenderse de su propia identidad, un desprendimiento que se aceleraba a medida que las exigencias de su época lo llevaban hacia ese no-lugar final situado a Occidente y a partir del cual ya no hay adónde ir, donde termina la tierra y empieza el reino del Leviatán.

Este enemigo de toda grandilocuencia indagó en el arte de decir cosas graves sin darse importancia, para lo que recurrió a la ironía y a veces, con un grado de refinamiento que raramente puede encontrarse antes o después, a la fábula, a la leyenda. Porque resulta que ese “dejar de ser uno mismo” que hizo de él un asimilado y un cosmopolita, autor de libros de éxito como La marcha Radetzky, en el caso de Roth tuvo el efecto de devolverle la memoria de su origen, pero a la manera en que en la vida adulta se cree recordar la infancia, lo que significa que no sabemos cuánto de ese recuerdo es puro ideal. Y es a ese mundo pacífico y seguro, que desaparecería totalmente unos años después, al que se aferra Roth para encontrar no sólo sus temas literarios, sino también el tono de los mismos, un tono que debe mucho a la tradición oral, a los relatos populares que, en su sencillez y concisión, incluso en su aparente ingenuidad, no se resisten a incluir una enseñanza moral.

El Leviatán es un relato de poco más de setenta páginas que Roth escribió en 1934 y que se publicó póstumamente en 1940. Está ambientado en el terruño, o sea, en un lugar que para el Roth de esos últimos años de su vida era ya casi enteramente una fantasía. En la ciudad de Progrody vive el comerciante en corales Nissen Piczenik, casi analfabeto, virtualmente separado de su esposa, con la que no ha tenido descendencia. Este Piczenik, que tampoco tiene unas relaciones muy amistosas con sus vecinos, no pasaría de ser un hombre gris sobre fondo gris si no fuera por la dedicación con que se entrega al trabajo, producto de un ilimitado amor por los corales. Sucede que su cabello es rojo como el coral, lo que constituye una expresión de su verdadera identidad y casi un presentimiento de la aventura que le tocará vivir. El hombre siente una irresistible nostalgia del mar, que nunca ha visto, ese mar de donde viene el coral y cuyo nombre desconoce, pero que sin duda se encuentra “en Occidente”. Los corales viven allí protegidos por un monstruo marino llamado Leviatán, que es el mismo que aparece citado ya en el Génesis y del que existe una amplia tradición en la literatura judía. Por un marinero que está de permiso, Piczenik recibe diversas informaciones fantásticas acerca del mar, lo que le induce a ponerse en camino. Durante su peregrinación hacia Odesa conoce a un comerciante en perlas que se vanagloria de su éxito. Él no vive en ningún poblacho, sino en la gran San Petersburgo, y dispone de una distinguida clientela entre la que figuran algunos duques. Nada de eso, sin embargo, impresiona a Piczenik, quien pronuncia un exaltado discurso en el que demuestra la superioridad del coral sobre cualquier perla. Pero ya en Odesa Piczenik cae bajo algún oscuro influjo y mezcla en su mercancía el coral auténtico con otro de imitación, cosa poco antes inimaginable y que le acarreará la desgracia.

El Leviatán es una parábola acerca de la pérdida de identidad y acerca del modo en que la falta de ésta nos expone a caer bajo el predominio de potencias malignas, y es por tanto una parábola acerca del modo en que un hombre, un pueblo o un Estado pueden traicionarse a sí mismos. Pues Roth sabía que la identidad es lo que permite vivir a la conciencia, como también sabía que, cuando ésta se nubla, los hombres siempre están dispuestos a dejarse embaucar, y a embaucar a otros, por un brillante abalorio, sea una perla de imitación o la promesa de no se sabe qué glorias y riquezas. El relato está escrito un año después de la llegada de Hitler al poder, y poco antes de que los libros de Roth fueran arrojados a la pira en la que deberían arder durante los siguientes mil años. La memoria de este periodista y novelista de gran prestigio que había sido Roth iba a borrarse unos años más tarde, como también se borraría la de su amigo Stefan Zweig y la de muchos otros cuyas obras estamos recuperando de las cenizas de aquellas piras, afortunadamente extinguidas, aunque olvidadas durante demasiado tiempo. Si el lento suicidio de Roth no hubiera intervenido cuando lo hizo, seguramente él habría continuado su peregrinación todavía más hacia Occidente, más allá del mar donde vive el Leviatán. Que la salvación tampoco estaba en la otra orilla es algo que probó en Brasil el suicidio (éste más rápido) de su amigo. También el comerciante en corales Piczenik, después de su caída, quiso buscar la salvación en aquella lejana orilla. Que no la encontrara, que fuera a reunirse con sus corales en el lugar donde se retuerce el Leviatán, se nos antoja hoy casi como un acto de justicia. Y es que pocas veces, como aquí, tanta lucidez habrá hecho causa común con el alcohol; y muchas menos veces aún, en tan escasas páginas, podrá encontrarse tanta y tan inquietante verdad.

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