Julio Castro – La República Cultural
Un intenso olor a iglesia rancia golpea las fosas nasales antes de atravesar la puerta. Dos inmensos crucifijos de varios metros de altura atenazan al público inclinándose sobre las primeras filas del patio de butacas desde el escenario, y una iluminación de plano tétrico y de entorno pobre marca el comienzo de la función en esta catedral decimonónica.
Vivimos en un tiempo marcado por la peste de 1871 en Buenos Aires, un instante en el que se evidencia que la fe no salvará a nadie y, antes bien, quedará claro que ese fervor personifica la falsedad de un entorno de poder, en el que se sobrevive por encima del pueblo llano y de las creencias inculcadas en aquel, pese a acometer la semana santa católica.
Estamos en esa especie de tragicomedia del escritor y dramaturgo argentino Gonzalo Demaría, que parodia a la parodia, a través de este teatro que se divide entre el absurdo y lo histórico (difícil papel), o que narra los posibles absurdos de la historia (lo que da más credibilidad al contenido). Tres personajes, dos principales más uno coyuntural pero imprescindibles, componen el marco de interpretación en el que una magnífica Leonor Manso encarna a la Canonesa de la catedral, en tanto que Carlos Belloso da vida a un pintor de dudosa procedencia. Guillermo Berthold será la bisagra entre ambos, debatido entre el sueño de uno y la pesadilla de la otra, o quizá la manera de entender los fetiches ocultos de una, frente a los deseos escondidos entre lienzos religiosos del otro.
Poco escenario y menos atrezzo son precisos para desarrollar este trabajo que nos viene de la ciudad bonaerense, y en apenas algo más de una hora llevan al desenlace que pone a sus personajes en un destino inevitable desde el primer momento. Un escenario en el que se trata de mostrar la miseria y el abandono dentro de la imponencia de una catedral.
Lugar para la santería y la superstición, así como para las confesiones nada ortodoxas, pese a tratarse de un lugar para un supuesto perdón, sigue siendo un espacio para la condena. El pintor se ha comprometido a realizar un cuadro con la imagen de Santa Lucía, pero no hay modelo. La canonesa siente fervientes deseos de ocupar el lugar de la modelo, pese a ser una vieja bruja negra, que ha disfrutado de los placeres de la vida y de los favores del su obispo (“fui su coño, pero también fui su mano cuando no pudo levantarla para bendecir, y sus piernas cuando no pudo caminar”), aunque ahora ya no esté y las máximas autoridades de la ciudad se hayan dado a la fuga. Nada la protege salvo el portón del templo. Por su parte, frente a ella que quiere demostrar lo que ha sido, el pintor es un amanerado que simula ser todo lo que no es, desde español emigrado, hasta gran artista. Pero la inspiración se marchó, hasta que escapa al río y encuentra al efebo que le impulsa a querer pintar a San Sebastián, en lugar de a Santa Lucía.
La intensidad de la voz caracteriza a Leonor Manso en este trabajo, en el que mientras ella ahorra hacer grandes aspavientos, contrasta con los otros dos personajes, sea el del pintor con sus dejes amanerados y una dicción poco comprensible en principio, o el muchacho que huye a saltos y desea esconderse a cada momento y que no dirá una sola palabra.
Como nota curiosa, al público español le llamará la atención que en los primeros momentos no comprende apenas a Carlos Belloso, y es que su papel se desempeña en hacerse pasar por español en argentina, cuando realmente no lo es. Allí hay cierta confusión con la manera de pronunciar las ces, las zetas y las eses en España, por lo que tiene que forzar esa manera de hablar, pero hacia el final, el personaje va recuperando su verdadera identidad, por lo que retoma su acento habitual, y completamente comprensible.