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Julio Castro – La República Cultural
A los trece años fui a París, y me alojé en casa de unos amigos de mis padres durante parte de un verano. Allí alguien me sugirió (retó, más bien) a leer El Rinoceronte, de Ionesco, en francés. Ni que decir tiene que no fui capaz de terminarlo, con un medio nivel de idioma y sin preparar para ese tipo de lecturas, viniendo de un país donde la dictadura apenas había permitido leer ciertas cosas, al menos, en las escuelas. Hoy, sin problema para leerlo cualquiera, no es literatura recomendada en ningún centro de enseñanza media. Como muchos otros autores: así nos va.
Seguramente, Ionesco sea uno de los críticos autores del absurdo que más han sabido describir un entorno como el de nuestra sociedad occidental, amarrando unos problemas de raíz tan profundos que, pasado cerca de un siglo desde los hechos que relata en El Rinoceronte, y más de medio siglo desde que los escribiera, aún persiste el triste hecho de un ser humano engañado y con los ojos cerrados, ante una ausencia total de esa democracia que ignora lo que pueda ser. Un ser que ha perdido completamente su identidad, mientras es avasallado por el rodillo del tiempo y del poder, que asienta las bases para que no haya un retorno posible a los fundamentos de la realidad, la libertad y la felicidad: un mundo ciego y sin justicia.
La actriz y dramaturga venezolana Sheila Beltrán ha querido ajustar los textos del rumano (o franco-rumano) Ionesco, mediante una rescritura y una reinterpretación, que acaban por conducir al mismo lugar décadas después. Para ello tira principalmente de dos clásicos, como son El Rinoceronte, o La Cantante Calva, aunque podremos encontrar otros lugares y momentos del autor. Autora y directora a la vez, lo que le permite cumplir con su deseo de traer al momento actual su visión de la juventud en palabras de Ionesco, a la vez que mantiene el respeto por el autor y su entorno, un aire que logra muy bien por medio de un atrezzo austero y semiclásico (escogido por ella misma y por el actor principal, Paul Egozkue), así como por medio del vestuario diseñado por Patricia Vieira.
Los rinocerontes seguirán siendo el producto de unos seres alienados en la sociedad, que asumen su papel como máquinas brutales para ser manipuladas por el poder, un pode fascista que, en este caso, apenas es el trasfondo que se vislumbra, donde la realidad frontal es la de quienes no hacen nada por evitarlo, siguen la corriente o se ven abrumados por el entorno que los engulle transformándolos a su vez. Aunque tan solo Berenguer (Paul Egozkue) sea capaz de enfrentarlos y oponerse, nada impedirá que lo haga. En este recorrido encontraremos al más entero amigo y oponente a la disoluta vida de Berenguer: Juan (Gejan Blanco) que, sin embargo, será de los primeros en caer, aunque antes habrá otras personas, tal vez más débiles y sin convicción alguna, como la bella Betsy (Susana Rodríguez), la camarera que nos recibe a la entrada y nos da la bienvenida, cuyo único deseo en la vida parece ser encontrar novio.
Otros más complejos responden a personajes de textos diferentes del mismo autor, como el descerebrado matrimonio Martin, de La Cantante Calva (al que dan vida Víctor de la Fuente y Carlota Mercado), que Sheila ha querido mostrarnos maquillados de payasos de circo. O el trío de madre, padre e hija (Marta, Herbert y Josefina, o Beatriz Sánchez, Adrián Mateo y Elena Esquinas), controvertidos en el mismo núcleo familiar, donde la mujer vive preocupada por las apariencias, el padre por ser feliz y la hija por conseguir esa misma felicidad y libertad por medio de un padre que se empeña en que el ser humano sabía volar, pero lo ha olvidado. Todos los personajes se empeñarán en aclararle que “es de mala educación mostrar la felicidad”, aunque no faltará quien tímidamente intente imitarle (sin atreverse mucho, de ahí la rabia).
Pero Berenguer se divide entre la preocupación obsesiva por no convertirse él mismo en uno de esos rinocerontes a los que acaba odiando y temiendo, y el amor que ya está a punto de conseguir de Daisy (Arantxa Torroba), sin saber muy bien cómo. Él quiere liberar al pueblo y al país de esas bestialidades, repoblando con su propia sangre y la de su enamorada toda la tierra. La meticona Señora Dudart (Luz Vaquero) oscila entre su apoyo incondicional a la pareja y el caer en la plaga de la conversión.
El juego de sonido e iluminaciones que construye la compañía en escena, sirve para complementar la ambientación de esos rinocerontes que danzan en una coreografía macabra, que convierte en grises sus cuerpos y sus testuces mientras pesadamente pisan la tarima al unísono, cada vez que alguien se transforma en uno de ellos. Barritan y gruñen ¿se comunican o tan sólo protestan por el resultado de esa aceptación de la sumisión? La duda invade todo “Ellos tenían sus razones”, dice Daisy; “No, la razón la tenemos nosotros”, replica Berenguer.
Aquí, se muestran la idea del humanismo y la defensa del ser humano hasta las últimas consecuencias, su cobardía en ese miedo a volar, la pérdida de la identidad del ser humano, de sus deseos y sus objetivos. La compañía ha decidido realizar una revisión del texto y el montaje, pero entretanto, es necesario acudir a trabajos como este que, en su denuncia impulsan a la sociedad a luchar contra esa ausencia de democracia, y alientan al público a volar mientras ríe del ridículo de este presunto absurdo.
Asisto a la función un día especial, y es que el cortometrajista Daniel Mataix, que se implicó en este trabajo junto con su pareja Patricia Vieira, ha fallecido trágicamente en nuestro desquiciado Madrid. La compañía ha querido rendirle homenaje y dedicarle este éxito de público que, en parte inesperado, ha tirado hacia arriba de la obra, en la pequeña sala El Montacargas, para su arranque hace unas semanas.
