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Un relato lleno de recuerdos contra el tiempo: en el día de la madre… - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

Los niños cogían un par de piedras grandes, las colocaban, sorteando charcos, a modo de postes, llenaban una bolsa de plástico con papeles arrugados y cáscaras de naranja y jugaban al fútbol. Puede que aquel balón no rodase, pero, al menos, se arrastraba. Como todos. Las pequeñas casas de cal gastada y techos de uralita no tenían más que una estancia. Una cortina remendada separaba la estrecha cama de matrimonio de los colchones, camastros y sillas desvencijadas por donde se desperdigaban los niños. Todas las parejas tenían muchos niños, supongo que había que acoplarse de alguna manera para caber en camas tan pequeñas y darse calor.

Un relato lleno de recuerdos contra el tiempo: en el día de la madre…

Mi madre vivía en un mundo de descampados, barro y charcos…
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Mi madre vivía en un mundo de descampados, barro y charcos…

Foto: Julio Castro (campamento de refugiados saharauis en Tindouf).

Mi madre vivía en un mundo de descampados, barro y charcos…
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Mi madre vivía en un mundo de descampados, barro y charcos…

Foto: Julio Castro (campamento de refugiados saharauis en Tindouf).

Eusebio Pastrana

Mi madre vivía en un mundo de descampados, barro y charcos.

Los niños cogían un par de piedras grandes, las colocaban, sorteando charcos, a modo de postes, llenaban una bolsa de plástico con papeles arrugados y cáscaras de naranja y jugaban al fútbol. Puede que aquel balón no rodase, pero, al menos, se arrastraba. Como todos.

Las pequeñas casas de cal gastada y techos de uralita no tenían más que una estancia. Una cortina remendada separaba la estrecha cama de matrimonio de los colchones, camastros y sillas desvencijadas por donde se desperdigaban los niños. Todas las parejas tenían muchos niños, supongo que había que acoplarse de alguna manera para caber en camas tan pequeñas y darse calor.

Yo tenía dos sillas para mi solo. Mi madre las juntaba y las enfrentaba cuidadosamente para que no me cayese por ninguno de los dos lados y yo aprendí a no moverme durante la noche. Por mucho que fuese pequeño y enclenque, hubiera asustado mucho a mis hermanos que les cayese el pequeñajo encima.

El método Ogino nunca fue un verdadero método y mi madre aseguraba que cada vez que veía los pantalones de mi padre colgados se quedaba embarazada. Yo era demasiado pequeño para comprender lo triste que resultaba esa afirmación. Ahora, me sorprendo, a menudo, recordando aquella frase y, por tonto que ahora parezca, me esfuerzo en desear con todas mis fuerzas que no fuera cierta.

Varias de las casitas de papel del barrio se cerraban sobre un patio común donde se había escavado el pozo negro. Junto a la vieja puerta, que un día fue azul, había un viejo barreño de zinc en el que yo creía que se podía nadar. Allí nadie sabía nadar, tampoco había agua corriente y el barreño, desgastado por el uso y corrompido por el abandono se había desfondado y era incapaz de almacenar agua. Ni siquiera la de la lluvia.

Nadie tenía nada en aquel barrio, nadie sabía lo que pasaba en el mundo, nadie leía el periódico, nadie había pisado una biblioteca, ni un teatro, nadie había escuchado una ópera ni imaginaba que se pudiera bailar algo que no fuera una jota, pero allí, en mitad de la nada, la gente sabía valorar las pequeñas cosas. Y se ayudaban, todos se ayudaban.

Mi madre vivía en un mundo en el que gente no tenía nada, pero se desvivía por cuidar de al lado. En cuanto alguien no hacía ruido, otro alguien vecino se acercaba a tocar a la puerta, no váyase a ser que pasara algo. "No te he sentido hoy"- decía, excusándose por la voluntariosa intromisión. Hace mucho que la gente ha olvidado ese sentido de la protección. Ya nadie siente a nadie.

Mi madre vivía en un mundo en el que todo se compartía, en el que todo se reutilizaba: la ropa, las alegrías, las lágrimas, los abusos, los dolores, la miseria, la lucha, las ganas, los atropellos, las carreras, los gritos, las paredes, las letrinas y el amor.

En mi casa había una caja de zapatos con unos pedazos de cable eléctrico pelado, un destornillador con la punta mordida, una pila de petaca, una vela y unas cerillas y una vieja lata oxidada con agujas, un dedal, hilo negro y blanco y unos cuantos botones cada uno de su padre y de su madre. Eran auténticos tesoros.

En el mundo de mi madre había varias máximas de obligado cumplimiento. Todo lo que se servía en el plato debía comerse porque en algún lado del desconocido planeta en el que vivíamos unos niños también desconocidos se morían de hambre. Si al pan duro le salía moho, que ya era mala suerte, había que darle un beso antes de tirarlo. Había que ser obediente y respetuoso, había que ayudar siempre, sonreír pasase lo que pasase y nunca nunca se podía pedir nada. Si alguien te daba algo había que ser agradecido, pero nunca podías pedir nada y tampoco hacer notar que lo necesitabas. Nuestra suerte era solo nuestra.

Siempre recuerdo a mi madre cosiendo, remendando calcetines, metiendo sisas, ajustando la ropa que nos regalaban para que nos valiese de unos a otros y para adecentarla antes de regalarla a los vecinos cuando ya no nos valía a ninguno.

La luz de la luna era tan importante. Muchas veces, abría los ojos en mitad de la noche y veía a mi madre junto a la ventana cosiendo los calzones y camisetas del ejercito por los que le pagaban unos céntimos extra. Siempre había que saber en qué fase estaba la luna para planificar el trabajo. Yo me levantaba con cuidado de no despertar a mis hermanos, me acercaba sigilosamente a ella y restregaba mi mejilla contra la suya. Me sonría y me reprendía al mismo tiempo: "A la cama, no vayas a despertar a tus hermanos… y cuidado de no tirar el orinal." Cuando me despertaba el orinal ya no estaba allí.

Una vez me puse muy enfermo y cogimos el metro para que un médico, en cuya casa ella había servido antes de casarse y cuya familia le había cogido cariño, me viera. Allí había aprendido a poner inyecciones lo que la convirtió en la practicante del barrio. Teníamos que esperar a que terminase de pasar consulta y viendo que yo no podía soportar el dolor, mi madre decidió meterme en un cine para distraer el dolor. En ese cine trabajaba como acomodador Justino, un vecino cuya mujer estaba enferma y a quien mi madre visitaba dos veces al día para inyectarle las medicinas. Justino nos dejó pasar y mi dolor de oídos se disolvió en una mágica sucesión de luces y sombras que te mecían y te transportaban de la mano a mundos imposibles.

Aunque yo sabía muy bien que nunca nunca había que pedir nada, mi madre sabía que yo quería volver al cine y, desde entonces, todos los días íbamos al cine. Al cine de las sábanas blancas. Mi madre juntaba las sillas cuidadosamente enfrentadas mientras me contaba una película que ella nunca había visto. Cada noche una distinta. Nadie podría nunca entender toda la suerte que acumulé en esas noches.

Mi madre vivía en un mundo de descampados, barro y charcos en el que la gente se apreciaba verdaderamente y en el que la gente sabía dar valor a las pequeñas cosas: una sonrisa, un aliento, una palmada, un empujón, un silbido, una canción, un chasquido de dedos, las nubes, el cielo, el sol, un caldo caliente y una tortilla de patatas.

Mi madre, como todas las madres, era una cocinera maravillosa capaz de hacer milagros de todo tipo y, por supuesto, también como todas las demás madres, capaz de hacer la mejor tortilla de patatas del mundo. Entonces yo no sabía que un día llegaría a dar cualquier cosa por volver a probar la mejor tortilla del mundo… y volver a ver esa misteriosa sonrisa de orgullo y satisfacción en su rostro.

Muchos años después mi madre cogió sus primeras vacaciones y, al día siguiente, llamo por teléfono. Como siempre preocupada por no gastar mucho, echó una moneda y me dijo: "Cariño, esto es muy bonito y nos tratan muy bien. Se siempre una buena persona, cuídate mucho y come bien"

El mundo de mi madre desapareció hace mucho tiempo. Las calles se asfaltaron, las viejas casitas de papel con la cal gastada, una sola estancia y los techos de uralita fueron derribadas y en el terreno se construyeron lujosos y carísimos pisos de diseño, los niños dejaron de jugar con bolsas rellenas de papel y cáscaras de naranja y la gente dejó de preocuparse por vecinos a los que ya no conocían. Nadie volvió a sentir a nadie.

Y yo, aunque, sigo manteniendo la vieja costumbre de conservar los botones perdidos en una caja -ahora, claro, una caja de almacenaje de Ikea- junto a trozos de cable eléctrico, velas, cerillas, bombillas, pilas, destornilladores, una llave inglesa y una taladradora que solo usé una vez; y tengo también un costurero con hilos de todos los colores, he olvidado lo que significa el verbo zurzir y tiro a la basura los calcetines en cuanto tienen un agujerito y me compro una camisa en lugar de coser el botón perdido. Si necesito empalmar un cable, cojo el coche y me voy al Leroy Merlin a comprar una instalación nueva, cuando no llamo a alguien para que me haga la reparación.

El mundo de mi madre desapareció hace mucho tiempo, pero, en los últimos tiempos he pensado mucho en cómo vivía y ahora comprendo que vivimos una crisis total que nos puede hacer retroceder décadas. Retroceder justo hasta aquellos tiempos que te has esforzado toda la vida en olvidar.

Y sabes perfectamente que eres culpable.

Tu madre desplegó sus alas hace mucho tiempo y darías cualquier cosa por volver a verla, pero no dejas de preguntarte si podrías aguantar su mirada en el caso de que ella haciendo uno de sus habituales milagros viniera a verte. Enseguida se daría cuenta de en qué te has convertido y te morirías de vergüenza.

Lo siento, mamá.

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