Julio Castro – La República Cultural
El teatro se ha ido despojando de casi todo, a veces de todo, salvo lo que cada responsable de la creación (en este caso, Isidro Romero en la dirección y Paco Rodríguez como responsable del texto) considera imprescindible incluir, en general aquello que sirve para destacar más alguno de los aspectos clave. En estas situaciones el peso recae en el elemento interpretativo, en la manera de dirigir y en las capacidades para asumirlo y trasponerlo en la obra. No hay gran misterio en el contenido, no hay que ejercer una “investigación detectivesca” desde el plano del público, se trata de recibir la trama y la manera en que se ejecuta.
En este caso, Fredeswinda Gijón y Pedro Cunha tienen dos motivaciones y dos caminos diferentes en el desarrollo de su papel, porque mientras el uno, en su situación de portugués no tiene que esforzar la dicción para centrarnos en la época que sitúa la trama, Fredeswinda incorpora ciertas expresiones y formas de hablar que tienen que ser reflejo de aquellos ’80, y de un entorno que de debate entre el falso pijerío que quería encajar donde no estaba, y la pose de sobradamente preparada, que luego tampoco era real. Así que él ocupa otro espacio, el de la acción y los momentos de demostración más física, donde evoluciona hasta el último instante, donde ella invierte esas reglas… pero eso debe descubrirlo el ojo del público.
Los juegos que realizan entre ambos discurren entre lo divertido, lo más banal y la tragedia. Estamos presenciando cómo se incluyen formas de violencia de pareja en un entorno más atípico, pero nada ajeno a aquel o a este momento. Me llama la atención que, finalmente, quien sufre esa agresión cotidiana y progresiva, también sea una mujer: es como si en algún instante de nuestra historia se le hubiese proclamado “blanco” de todas nuestras furias colectivas y personales. En lo más profundo de sus personajes reside la ambición, pero es una ambición con visiones muy distintas, porque la de ella no antepone cualquier cosa a su vida personal, en tanto que él no duda en hacer cualquier cosa por medrar. Tal vez en esto también se refleje las distintas maneras de hacer entre hombres y mujeres.
Pasamos por diversos momentos de una historia que, no siendo habitual (¿cuál lo es?), repite calcos y tópicos. A través de ella pasamos de instantes humorísticos a momentos trágicos, que no se resuelven como se espera, y que en el último momento tienen también su toque de humor. Dos personajes que van sacando a otros a colación sin necesidad de introducirlos en escena, irán evidenciando la evolución de un deterioro progresivo, mientras dibujan una realidad que, pasadas las décadas, tal vez eran menos ficción de lo que se piensa.
Es un formato que veo repetirse, aparecer desde hace un tiempo, donde encuentro una especie de retorno de un estilo teatral que emigró a otras tierras y que ahora, tras su regreso tamizado y modificado, tiene un nuevo desarrollo en nuestra escena. Una mesa, unas sillas, apenas elementos escenográficos, un tema, una historia que girará entorno al mismo y que no tiene por qué evidenciar toda la trama o su fin. El texto y lo corporal o lo expresivo de rostros, miradas, y manos deben equilibrar la ausencia de otros artificios: un teatro “pobre” en los elementos materiales, que se enriquece en el trabajo de sus integrantes. La iluminación, dentro de las limitaciones de un espacio pequeño, apuntan hacia una idea en la que espacios distintos hacen ocurrir secuencias diferentes, aunque nos movamos en un lugar diáfano y de pequeño tamaño, de manera que se evoluciona desde lo más oscuro de ese cuarto que da título a la obra, hacia una luminosidad de una vida aparente, que acabará siendo el cuarto oscuro que crean las sensaciones de sus vidas descuidadas y destruidas.