Julio Castro – La República Cultural
Nada tan importante como un director para darle el propio aire a una obra. Ahí es donde se refleja su forma de ver un texto y de mirar a la vida desde el escenario, así que podemos conocer bastante a través de su interpretación de lo que el autor escribió.
Lo digo porque hace apenas unos meses que estuve en una función de la compañía Quasar Teatro, con su montaje de El rufián en la escalera, de Joe Orton. Ahora he asistido al montaje dirigido por Noé Denia, y que se estrenó hace unos días en la RESAD. Si el primero era un trabajo firme en el que ciertos toques de humor se dejaban caer de manera más sutil entre la ironía y el cinismo, provenientes de unos personajes que se originan en el absurdo social que crea el autor, en esta nueva puesta en escena la seriedad parece huir de todo el montaje, de cualquiera de los personajes y del carácter que trabajan los actores y la actriz que componen el reparto.
Ya el diseño escénico tiene su grado de humor (por ejemplo, unos cables dibujan los contornos de todas las paredes de una vivienda, puertas incluidas), puesto que la vivienda que debiera tratar de aislar y proteger a sus habitantes (en particular a Joyce) es transparente desde todos sus costados. El Mike que desarrolla Manuel Gancedo pasa de provocar cierto miedo o repulsión, como parece que debiera ser el original, a convertirse en un ser verdaderamente patético, que aprovecha cualquier oportunidad que se le presenta, siempre que no le cueste mucho. Coincide en ser ese individuo egoísta y mezquino centrado en sí mismo, pero provoca más hilaridad que preocupación de cualquier tipo, cosa curiosa para un matón a sueldo (poco sueldo, eso sí).
Por su parte, Gloria Albalate se encuentra también en esa estela en la que pinta de cierto histrionismo su reflejo ante la situación en que se encuentra, dando al papel la justa medida entre la locura que le rodea y el cabreo por no soportarlo más. Y es que, habiendo tratado de buscar una vida normal para salirse de la prostitución, ha conseguido encontrar a un tipo que parece tenerla como un mueble que puede desechar, pero del que no abandona su sentido de la posesión.
Al tercero en discordia, el que viene a pedir explicaciones sobre su hermano, lo encarna Fernando Delgado, que también asume el papel en consonancia con los otros dos, debido a lo cual sus movimientos y sus gestos se convierten en exagerados, casi ridículos, cuando trata de exponer un sentimiento serio.
Sabemos bien que Joe Orton encaja en ese mundo de absurdo, desde donde introduce su propia crítica social. En esta obra, además, confluyen diversos parámetros desde los que se puede mirar un entorno que, con un filtro de realidad sería, incluso, creíble para nuestro pesar. Tal vez por eso y, también, para dejar su granito de arena crítico, el director ha querido derivar ese absurdo hacia una clara comedia, donde lo grotesco casa a la perfección con la intención del autor en la que su crítica es pareja a esas vanguardias de Pinter.