Inma Luna – La República Cultural
Me preocupa su tensión arterial. Siempre ha sido vehemente. Ha peleado en batallas perdidas de antemano, lo ha hecho con rebeldía y constancia. Sabía que algunas cosas no tienen solución y, sin embargo, ha tenido el valor de mantenerse ahí, apretando los dientes, enredada en una histórica madeja de frustraciones e ignorancia. En su casa era más valorado aprender a coser que seguir estudiando, ayudar a la madre en las tareas, cuidar de los hermanos…, y lo hizo. Más de 40 años “ayudó a su marido” en el negocio familiar y también se ocupó de la casa y los hijos, pero no fue jamás considerada “una trabajadora”. Nunca se ha callado y ahora, más que nunca, se le han desarrollado las ganas de gritar.
Su memoria no sale de los libros, por eso está confusa con ciertos lemas, pero su simplificación le conduce a medir en grados de justicia.
El jueves me acompañó a la manifestación de Madrid, zapato plano, abanico y botella de agua. Calor, mucho calor a su lado, contagiada esta vez por su emoción, por su deseo de hacerse oír, de reinventar consignas, de unirse a otras mujeres y otros hombres que tampoco se callan, que tampoco esta tarde se han quedado en sus casas.
Pienso en tantas mujeres como ella, generaciones engatusadas a las que coronaron con la falaz titulación de “Ama de Casa” y, de carrera, “Sus Labores, S.L”. Mujeres oprimidas, ignoradas, alejadas del conocimiento, recluidas a lo doméstico, abocadas a la resignación. Tanta pérdida, tanto deseo frustrado, tanto sueño torcido, tan poca visibilidad.
“Si me viera tu padre”, me dice, “aunque él ya me conocía, pero… si me viera”. Y sé que grita por él, que nunca se atrevió a hacerlo, y por sus dos hijas paradas, y por su hijo de sueldo recortado, y otra vez recortado, y por sus nietas y sus nietos, que tendrán una educación más raquítica y un futuro distinto al que ella imaginaba. Sé que grita porque no quiere volver al silencio que imponen los fascistas, aquel silencio que llevaba a mi abuela a esconder el carnet de Comisiones de mi abuelo y a “no hablar jamás de los jamases de política”.
Mi madre sabe lo que dice aunque dude de su caligrafía, aunque no sepa ni de lejos qué es la prima de riesgo (¿alguien lo sabe?). Mi madre se ha quedado viuda y “como nunca ha trabajado”, sólo tiene derecho a la mitad de la mitad de nada, pero tiene el valor de increpar a los polis que se escudan detrás de las vallas, el arrojo de no cerrar la boca aunque haya necesitado siglos para saborear la libertad.
No se cansó, sabía que ahora formaba parte de algo grande, se daba cuenta de que el espíritu de lucha que siempre estuvo conminado en su garganta invadía la calle, y yo, a su lado, testigo de la eclosión, descubría a esta luchadora de 72 años que tiene claro dónde se encuentra el enemigo, que sabe contra quién hemos de pelear, que es muy consciente de lo que hubo y no va a conformarse con una regresión.
A ella tampoco la engañan.