Julio Castro – La República Cultural
Cubo en mano y vestido con mono azul, Iñaqui Juárez recibe al público de todas las edades, y con su acento mañico va advirtiendo de que hay que tener cuidado y mantener la limpieza de la sala, porque quienes no lo hagan, se quedarán al final a limpiar con él. Vamos a entrar a ver Blancanieves, y las criaturas se afanan en limpiar los zapatos en el felpudo de entrada, o tirar los chicles y palitos de chupachups antes que quedarse después.
Una vez acomodado todo el público (hoy está la función a rebosar), nuestro limpiador se explica: “habéis venido a ver Blancanieves”, “sí, sí… grita la chiquillada”, “pues bien, yo soy Blancanieves” sorpresa, gritos de negación, risas… “¡Qué pasa!, soy de Limpiezas Blancanieves”. Claro: risas y admiración.
A partir de ese momento, nuestro protagonista demostrará que, además de limpiador, es capaz de llevar a cabo la proeza de montarse un escenario sobre el carrito de la limpieza, a partir de sus artilugios, envases y, sobre todo, de su labia e imaginación. Eso sí, siempre explicando que nadie debe hacer estas cosas en casa, sin que previamente papá o mamá hayan limpiado bien los cacharros. Y es que está claro que, quién más, quién menos, tratará de hacer sus pinitos domésticos tras ver lo que Iñaqui es capaz de montar en una hora cara al público. Dentro de esta función hay tiempo para la poética, para la belleza y para el encanto, porque nuestra imaginación se ha abierto al cuento, y por eso, entre bromas y veras, el titiritero deja sus textos entre “la danza caprichosa de la nieve…” que se presenta ante la madre de Blancanieves. Tampoco faltan la música y las canciones, que crea la propia compañía, como viene haciendo en otros montajes anteriores. Que no tienen carácter ñoño, ni tratan de rememorar nada ni a nadie, sino que ponen parte del propio sello de Teatro Arbolé.
Para que no haya trampas ni ilusionismo, nuestro protagonista ha querido ir creando a sus personajes en escena, de manera que se vea bien claro de dónde procede cada cual. Sería poco honesto falsear la sencillez del juego, cuando luego hay que hacer muchas más cosas fuera de escena. Quizá ahí reside gran parte del encanto, como también está en que nuestro protagonista recurre al cuento original en gran medida, y en esto vuelve a sorprender a l@s niñ@s, porque en esta historia, Pelegrín acudirá a revivir a Blancanieves, pero no se trata de un príncipe: “en este cuento no hay príncipes”, de nuevo sorpresa “¡sí, sí que hay!”, replican tod@s, y especialmente una pequeña en primera fila, que levanta la mano cada vez que Iñaqui se dirige el público. “Pues no, porque eso se lo inventó Walt Disney, robándolo de su versión de La Bella Durmiente”, y aquí queda zanjada la cuestión, porque a las criaturas les da igual que sea príncipe o no, la cuestión es seguir este divertido relato. Así que, nuestro titiritero decide introducir a uno de los personajes más clásicos de cuentos de títeres y cachiporra de Teatro Arbolé “este es Pelegrín, que aparece en todos los cuentos”.
Es curioso como se tiende a la simplificación en lo imaginario, tomando lo que otros transforman para no hacer más esfuerzo, sin embargo, eso es lo que precisamente se utiliza en este caso, así que es fácil regresar al relato original de la misma manera que se vio trastocado, igual que es fácil hacer creer que los botes y artilugios de limpieza son personajes reales. Así es nuestra imaginación y así la aprovecha en positivo Teatro Arbolé, como lo lleva haciendo durante más de 30 años desde Zaragoza, y por todo el mundo, y al que ya hemos tenido infinidad de ocasiones de ver, con relatos como El soldadito de plomo, o La gata con botas.
Y en esta mañana de domingo, en la santanderina sala de Escena Miriñaque, se rompen todos los imaginarios, porque a la salida, el aparentemente rudo limpiador aragonés, se ha convertido en la figura ideal de niños y niñas, que hacen cola en la puerta para darle un beso o darle vergonzosamente las gracias. Y no, este no es un cuento de hadas.