Julio Castro – La República Cultural
María Socorro, María Brujas y María Axila son trillizas, pero una de ellas fue adoptada, para suplantar a una de las que murió tras su nacimiento. Sus mundos son completamente diferentes, Brujas se reconcome en su casa persiguiendo al resto, Socorro, escritora de petardos “best seller”, se siente superior y desprecia a las otras, Axila cursó más estudios y ahora trabaja en televisión, desde donde se asoma al salón de las hermanas. Pero, al menos dos de ellas, tienen algo en común: quieren saber quién es la “hermana impostora”, así que tendrán que lograrlo antes de que muera la madre, ya que el padre no sabe quién es. Estamos en el montaje de La extravagancia, del dramaturgo Rafael Spregelburd, el primero de los dos que dirige Diego Sabanés en este montaje.
Ya el autor señala en su texto que los papeles debe hacerlos la misma actriz, y tiene toda la lógica, porque se supone que las trillizas protagonistas deben ser indistinguibles, para que el público entienda el problema de querer identificar a la extraña impostora, que ninguna de ellas quiere ser.
Aquí, la compañía utiliza el mismo espacio sin ninguna división física, para recrear una sala de estar común a las tres hermanas en distintos momentos y aspectos. Será el público quien se encargue de averiguar dónde nos encontramos, y a quién representa Lola Polo, en función del lugar por el que salga (una de las dos puertas, o la proyección de televisión), o del vestuario y el lado del salón que utilice.
Lola consigue darle una gran soltura al paso de uno otro de sus personajes, y juega con la expresividad gestual, para dar el toque de humor (a veces negro), a cada momento, en el que una tragedia como la que nos explican sus personajes, pasa a ser una auténtica parodia de la seriedad y de la necesidad de lograr resolver una necesidad básica en la vida. Por su parte, sea el texto del autor, sea el propio desarrollo de la obra, dejan un rastro que conduce a cierto olor a Harold Pinter, en algunas de sus obras (aquellas con mayor carga de humor dentro de la tragedia, como El montaplatos, o El vigilante).
Es sencillo aceptar el formato de esta obra, en la que la comparativa entre distintos modos de vivir o ver las cosas, no impide mostrar el rechazo y el odio entre las tres protagonistas, que se refleja a través de la envidia, uno de los pecados capitales que, precisamente, quería recoger Spregelburd en su texto.
Porque el tema principal de la recopilación de textos del dramaturgo en su Heptalogía de Heronymus Bosch, es hacer un repaso de los siete pecados capitales, como si estuviéramos más allá del cuadro de El Bosco. Así que, cada una de ellas tiene equivalente, y de la misma manera, La inapetencia, segundo texto que la compañía ha puesto en pié, tiene su referente en la lujuria.
El autor no utiliza un formato evidente, y en este caso tampoco se ha optado por esa vía, sino que se deja que el texto viva y discurra libremente por los caminos que se han marcado, adaptando los medios y las formas a las posibilidades de su construcción teatral. Y si el video servía para la primera pieza, también la segunda sabrá aprovecharse de esa idea.
Para el desarrollo de la segunda obra, La inapetencia, partimos de un modelo muy diferente, aunque también con pocos elementos de atrezo: si bien en el primer caso teníamos un diseño gris amarillento y pobre, ahora todo es luz y colores pastel, porque parece que la felicidad es lo que rodea a este entorno familiar que muestra La inapetencia. Jugando a partir de la idea de que nada obliga a una sociedad basada en el modelo de organización entrono a una familia estándar, parece que poco a poco podrán generar otras ideas, latentes en el propio seno de las familias, o alternativas a lo que se cree “normal” en los roles convencionales.
La escena arrancará con un matrimonio en el domicilio familiar, que habla de la adopción como manera de justificar una discusión donde no parece haber desacuerdo real. Basada en un formato mucho más próximo al absurdo que el caso anterior, varias escenas se irán intercalando, de manera que acaban por mostrarnos a una familia normal, que no lo es, o que tal vez sí lo es, pero no se ajusta a los cánones sociales de lo que debiera ser (“Una familia tipo son dos personas y dos hijos. Un hombre y una mujer. Un matrimonio y dos hijos.”).
En este caso, para resolver una parte de los personajes se utiliza una proyección de video interactiva, que obliga al elenco a tener medidas sus intervenciones, ya que el control de tiempo no da lugar a interrupciones. En vivo o en las proyecciones, los personajes son absurdos, los comentarios se salen de lo habitual, y las situaciones resultan reales, por increíbles que puedan parecer. Y entre el absurdo, la crítica de nuestro propio entorno, como la charla del personaje de Patricia con sus descerebradas amigas (refiriéndose a la gente de la calle: “hay cosas que faltan, hay chicos con hambre, hay todo eso, no digo que no, pero lo feo son los muñones”).
Tanto Delfín Estévez, como Patricia Almohalla o como Julia Fournier (es el elenco presente esta función, aunque hay cambios a lo largo del tiempo), realizan un gran trabajo. Muy diferente del anterior desde su planteamiento (desde el mismo momento en que Lola Polo estaba sola en escena), y con un resultado muy efectista, en el que algunos de los formatos elegidos logran conquistar mejor al público, como el caso de Patricia a metro y medio del público, dialogando con las imágenes de video que tiene a su espalda, sin importar la proximidad. Pero también las otras intervenciones, porque Julia tiene una gran soltura en escena, y Delfín le proporciona al desarrollo un aparente grado de madurez y sosiego, que su personaje se encargará de desbaratar finalmente, para completar el cuadro del absurdo y de lo rompedor del “discurso de lo familiar”.