Julio Castro – La República Cultural
La vida no viene escrita en un guión, y si tratamos de seguir uno, como si se tratara del hilo de Ariadna, acabamos por darnos cuenta de que no hay nada escrito, y que nada nos saca de la responsabilidad de tomar una decisión a la hora de saber cómo continuar.
Con cierto grado de indecisión entre el humor, la sátira y la tragedia inevitable de cada suceso de la vida, Carlos Aladro e Íñigo Rodríguez-Claro nos presentan esta versión de una obra de Oleg y Vladimir Presnyakov, que bajo el nombre de Playng the Victim, nos presenta a un personaje, Valya, con un absurdo trabajo: hacer el papel de víctima en los escenarios de los crímenes, para comprobar la verosimilitud de implicados y testigos.
Una historia dividida entre la historia personal del protagonista en el entorno familiar, y la que comparte en esta profesión elegida, con un paralelismo cada vez más evidente con Hamlet, pero con las peculiaridades de sus indecisiones, convertidas en miedos. Su padre se aparece en video, pero aquí no le advierte ni le conjura a hacer, sino que le anticipa que, haga lo que haga, “todo será pena y dolor”. Por su parte, la madre viuda mantiene una aventura con el tío Perico, mientras Valya juega con su vecina Olga, a la que la familia del propio protagonista impulsa a casarse con él. El inspector Castillejos va afrontando caso a caso, cada uno de los asesinatos que se presentan, en un contexto de completo absurdo, que se sitúan entorno a puntos en común, como que siempre interrogan a extranjeros, y siempre es una mujer la que muere. Entre tanto, no falta el amago de la aventura con su ayudante.
La obra juega a reunir tópicos, convertir la realidad en absurdo y el absurdo en hechos constatados, para confundir al público, mientras discurren sucesivas escenas, con hilos conductores paralelos y con Valya como nexo de unión.
Un amplio plantel de actores y actrices desarrollan este juego que, en el fondo, es una tremenda gamberrada, bien armada y bien desarrollada, sin grandes medios escénicos y con participación del propio elenco en la mayoría de ellos. Incluso el atrezo y el decorado tienen su vis cómica, y el absurdo se va complicando a medida que avanza el desarrollo.
No hay una gran profundidad en el contenido del texto (aunque aparecen momentos de punta en los que dejan ideas para decidir, por ejemplo, si hay que reírse de la moral y las normas, o para obedecerlas), y no nos conduce más allá. Pero el “súmmum” parece ser la evidencia de que Hamlet tiene miedo a la muerte, y quiere vacunarse para evitarlo, pero finalmente, le aclararán que, en realidad, todos lo tenemos.
A la mayor parte del elenco lo hemos encontrado previamente, tanto en trabajos de Grumelot Teatro, como en otros montajes, y lo interesante es que, tanto en el trabajo de conjunto, como en actoral, logran romper con los formatos que podrían tratar de encasillar la idea original. Así que, personajes como el de Javier Lara, haciendo de inspector rígido, convencional e indiferente a su profesión, o los papeles de Carlota Gaviño, en una dualidad que al final la conducen casi a la misma situación, o bien el protagonista principal, que desempeña Íñigo Rodríguez-Claro, en una absurda indecisión de papeles en la vida, obligan a dejar de lado la linealidad de ese guión que tratamos de encontrar en la vida, en tanto que los personajes de Montse Díez, Chema Ruiz, o Héctor Carballo, parecen llevarnos más al realismo que supone imaginar lo que queremos hacer, y hacerlo. Tal vez, esa misma imaginación acabe por no conducir al telón final de aquella temida muerte.