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Cuentos transilvanos, de Pavel Dan - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

En pocos lugares la literatura ha sufrido tan íntimamente la suerte del territorio al que pertenece como en el Este de Europa. Que allí el territorio tenga un carácter voluble, inconstante y hasta viajero es algo de lo que, en el cine, dejó constancia Emir Kusturica en la última secuencia de su impresionante Underground, cuando literalmente el terreno serbio se aísla para convertirse en un nuevo país de promisión, país habitado por la turbamulta de siempre pero ahora enviada, por el arte de los efectos especiales, a un tan incierto como interminable futuro. Ardeal (o Erdély, en húngaro) es uno de esos territorios que históricamente ha sido difícil localizar en el mapa, aficionado como ha sido hasta hace poco a la práctica de un incesante transformismo nacional, una región, podría decirse, elástica, de fronteras caprichosas y movedizas, como esas placas tectónicas cuyo movimiento continuo no percibimos hasta que se estrellan con el vecino, o como la balsa de piedra, más próxima a nosotros, que imaginó Saramago y que va a la deriva por la tierra y por la Historia. Ese es el lugar que llamamos Transilvania, en el que lo único constante, desde tiempos de los que no hay memoria, es la pobreza.

Cuentos transilvanos, de Pavel Dan

Historias de la vida rural

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Cuentos transilvanos

Portada del libro de Pavel Dan

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DATOS RELACIONADOS

Título: Cuentos transilvanos
Autor: Pavel Dan
Traducción: Rafael Pisot y Cristina Sava
Editorial: El Nadir
Primera edición: 2009
Formato: 21 x 14 cm. 150 páginas
ISBN: 978-84-936744-2-7

José Ramón Martín Largo – La República Cultural

En pocos lugares la literatura ha sufrido tan íntimamente la suerte del territorio al que pertenece como en el Este de Europa. Que allí el territorio tenga un carácter voluble, inconstante y hasta viajero es algo de lo que, en el cine, dejó constancia Emir Kusturica en la última secuencia de su impresionante Underground, cuando literalmente el terreno serbio se aísla para convertirse en un nuevo país de promisión, país habitado por la turbamulta de siempre pero ahora enviada, por el arte de los efectos especiales, a un tan incierto como interminable futuro. Ardeal (o Erdély, en húngaro) es uno de esos territorios que históricamente ha sido difícil localizar en el mapa, aficionado como ha sido hasta hace poco a la práctica de un incesante transformismo nacional, una región, podría decirse, elástica, de fronteras caprichosas y movedizas, como esas placas tectónicas cuyo movimiento continuo no percibimos hasta que se estrellan con el vecino, o como la balsa de piedra, más próxima a nosotros, que imaginó Saramago y que va a la deriva por la tierra y por la Historia. Ese es el lugar que llamamos Transilvania, en el que lo único constante, desde tiempos de los que no hay memoria, es la pobreza.

Habitada desde la misma época inmemorial por una mayoría de rumanos, Transilvania no fue rumana hasta 1918, hace de esto, pues, menos de un siglo; y todavía una parte de ella, el norte, se fue de viaje en 1940 para hacerse húngara, aunque esta vez se trató de una breve excursión que concluyó tras el fin de la guerra. Hoy casi nos sorprende la inmovilidad de Transilvania, en la que conviven como siempre los rumanos con una minoría de húngaros, pero no es posible contemplar sin inquietud esa parte del mapa, a la espera de que el territorio decida volver a ejercitarse en sus viejas costumbres y emprenda un nuevo y arriesgado viaje.

La mayor parte de la literatura transilvana que es conocida entre nosotros se escribió en húngaro, de lo que es testimonio la obra de Miklós Bánffy a la que nos referíamos aquí no hace mucho. Existe sin embargo una literatura transilvana escrita en rumano a la que contribuyeron grandes autores como Ioan Slavici, Ion Agârbiceanu y Liviu Rebreanu, una de cuyas novelas, El bosque de los ahorcados, fue traducida en 1967 a partir de una edición francesa por María Teresa León y Rafael Alberti. A los autores citados, que escribieron sus obras en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, hay que añadir el nombre de Pavel Dan.

La multisecular y complicada convivencia en la región de rumanos, húngaros, sajones y gitanos; y la pobreza ya aludida, son dos de los temas principales de la literatura transilvana, los cuales son inseparables de un tercero: la servidumbre. Pues los rumanos fueron durante siglos siervos de sus señores húngaros, quienes se ocuparon de mantener a la población en un estado feudal hasta bien entrado el siglo XIX. De todo ello tratan los cinco relatos que componen estos Cuentos transilvanos de Pavel Dan que ha publicado la editorial valenciana El Nadir.

Pavel Dan nació en 1907 en la provincia de Cluj. Fue colaborador de diversas revistas literarias y autor de relatos, uno de los cuales, Los siervos, fue traducido al francés por Eugene Ionesco. Su maltrecha salud (murió de cáncer con sólo treinta años) no le permitió escribir mucho más, y el resto de su obra consiste en un Diario que recopila diversos textos que tras haber estado perdidos se encontraron en 1966 en un desván. De estos cinco relatos, cuatro se publicaron póstumamente en un volumen titulado Urcan el viejo. Chéjov escribió que “en la capital la gente sigue interesándose sólo por el lado lírico de la provincia, por decirlo de algún modo, por el paisaje, pero le juro a usted, amigo mío, que no hay lirismo por ninguna parte, sólo bestialidad, vileza, abominación”. Los cuentos de Dan nos hablan de la mísera vida rural, de las mezquindades y los conflictos familiares creados en torno a un pedazo de terruño, de las costumbres y de las supersticiones de los campesinos transilvanos. A estos, que giran alrededor de la figura patriarcal del viejo Urcan, se añade el ya mencionado Los siervos, narración escalofriante de la revuelta campesina que se vivió en Transilvania en 1784.

Las historias de Dan ilustran una forma de vida que nos es familiar por obras seminales como Los Malavoglia de Giovanni Verga o por nuestro Valle-Inclán. De aquél posee la habilidad del etnógrafo que nos ofrece el compendio de los códigos culturales de un pueblo; de éste, la desmesura y la magia del esperpento. El primer relato, Volar del nido, es la evocación del padre muerto hecha por su hijo, un profesor. El segundo, Urcan el viejo, nos introduce en la familia que va a protagonizar la mayor parte del libro y por la que vamos a conocer en profundidad las creencias, las desdichas, los anhelos y el habla de los campesinos transilvanos, un habla puesto aquí en boca de Ludovica, la terrible nuera de Urcan. Pues sucede que éste, en su vejez, pretende poner sus más bien estériles tierras a nombre de su nieto, lo que desata las iras de Ludovica y de Simión, su esposo. En la resolución del conflicto tendrá parte principal la importante figura del notario (un húngaro), que junto al pope constituye la mayor autoridad de la aldea, y que viene a ser algo así como la única representación en la misma de la Ley. La vecindad, el abigarrado grupo que cotillea y espía a la familia protagonista es una presencia permanente que, a su manera, comenta las trifulcas de la nuera y la suegra de los Urcan: “Estas dos se pelean, pero no porque les falte algo, sino porque tienen de sobra”. Sucede que la de los míseros Urcan es la familia más adinerada del lugar, de lo que ésta tendrá que alardear en el relato siguiente, El entierro de Urcan el viejo. Aquí se hace una precisa descripción de los complejos rituales funerarios que hasta no hace mucho han sido costumbre en la meseta transilvana, en los que el aguardiente corría en abundancia y podía llegar a ser motivo de querella entre el pueblo y el abstemio pope, empeñado inútilmente en cristianizar a unos aldeanos obsesionados con el mal de ojo y con otras mil supersticiones que, junto a las labores del campo, marcaban el ritmo de su vida diaria. A ésta, las desavenencias nunca del todo resueltas de los Urcan le otorgan un aire de permanente dislate y de desbocada alucinación tragicómica.

Pero quizá sean los dos últimos relatos del volumen los más logrados que nos legó su autor. El primero, Niño cambiado, es una fábula en la que Dan acierta a combinar magistralmente lo costumbrista con lo fantástico, ofreciéndonos una narración que en no pocos aspectos entronca con los lúgubres relatos de la fantasía popular. Cuenta la historia de un pescador furtivo obligado a hacer un recorrido nocturno por un bosque. En el trayecto, el personaje irá perdiendo paulatinamente el contacto con la realidad y sumiéndose en un desbordante universo plagado de supersticiones y terrores ancestrales. Un universo en el que es envuelto progresivamente el lector, quien finalmente quedará en la incertidumbre de si lo narrado pertenece a la esfera de lo real o de lo onírico. El último relato, que por su temática se aleja de los anteriores, resulta ser en cambio la lógica culminación de las miserias y los miedos de los que nos han dado buena cuenta los Urcan. En Los siervos se narra sin pudor una histórica rebelión campesina en la que es asediado y finalmente destruido el odiado palacio de los señores húngaros, junto a sus habitantes, narración que el autor nos desvela desde un doble punto de vista, el de los siervos sublevados y el de los amos.

Estos relatos nos revelan a un autor que pese a su juventud se hallaba ya en posesión de un amplio registro y de una no menor desenvoltura en el dominio de su oficio, razón de más para lamentar su temprana muerte, causa principal del injusto desconocimiento en que cayó su obra. Y de nuevo hay que agradecer a una editorial modesta la recuperación de este autor para ese territorio, movedizo como su patria, que es la literatura.

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