Feed RSS
Julio Castro – La República Cultural
“No amo a nadie,… acaso sólo te quiera a ti”, dice el doctor Astrov, “¿Quieres algo de comer?”, pregunta rápidamente Marina. Y me parece que el carácter que describe este instante entre el actor Nicolás Fryd y la actriz Concha Roales-Nieto, es un instante fundamental para marcar el abismo entre generaciones (el planteamiento de un conflicto profundo, frente a la resolución por la inmediatez de una necesidad), y que seguirá desarrollando la obra de Chéjov en este montaje de La Pajarita de Papel, que dirige Rodolfo Cortizo. Pero que también se traduce en las diferencias de clase, mediante la visión desde puntos de vista completamente alejados, y ambos aparecen marcados en esta propuesta.
Un Tío Vania que subraya especialmente los caracteres de sus personajes, de qué manera aquellos más jóvenes viven una edad que se separa entre lucha lacónica y de recreación en el propio infortunio, mientras que los de más edad se encuentran entre las lamentaciones del pasado y la manera de tomar la vida como llega, es decir, vivir. Y si Astrov, este doctor rural, parece haber traspasado la edad de los primeros, Marina, el ama de la casa en la finca es la única con las ideas lo suficientemente preclaras, como para ejercer su papel en la vida, y tratar de hacerla más lisonjera para todo el resto. Por supuesto, sin lograrlo.
Entre tanto, el personaje de Nicolas Fryd está haciendo un discurso acerca de la gente y su pobre comportamiento en general, sin que se percate del lugar en el que él puede encontrarse.
El teatro de Anton Chèjov se sale de su época, y la compañía recoge muy bien el periodo entre tiempos, entre el que vive el autor y el de un teatro que preconiza y que llega hasta nuestros días. Por eso me parece que la obra intenta desprenderse de la repetición de lo viejo, sin abandonar lo que vale, para dejar los valores al futuro, haciendo de enlace entre ese abismo generacional, que tantas veces conduce a la pérdida de un bagaje. Y aquí encuentro que la puesta en escena de la compañía es capaz de transmitir las dos situaciones y su intención, sin dejar de lado la desazón que nos deja la cruda realidad, que es el último factor que entra en juego.
El personaje del Astrov quiere ser paralelo al de Vania (que interpreta el propio Rodolfo Cortizo), cuando le dice que ellos son los únicos honrados en ese mundo, pero lo cierto es que él trata siempre de distanciarse del resto: “hay que ser un bárbaro para destruir lo que nosotros somos incapaces de crear”, afirma a Elena (en este caso Patricia Domínguez) en su fijación por salvar lo que queda de los bosques y la naturaleza.
A lo largo de la puesta en escena el público podrá descubrir que las imágenes del texto de Chèjov tienen un fiel retrato en las imágenes que crean los personajes, pero también en el entorno y la ambientación, de manera que la oscuridad de los textos se traslada a la oscuridad en la escena y en la narrativa de sus personajes, en tanto que la melancolía está en los reflejos visuales más tristes de sus escenas.
Y si la fuerza del carácter de Alexander reside perfectamente en el interior de su actor (Tucho), con un estupendo control en las explosiones de su carácter, la insatisfacción del doctor y de Vania, está nítidamente recogida en la falta de objetivos que expresa Nico Fryd, y en esa lucecita en el horizonte que señala el personaje, como finalidad en la vida, y que no son capaces de encontrar llegados a este punto, el uno por la ausencia del amor deseado, y el otro por entender que su vida está acabada: ambos en un encierro en sí mismos y encadenados a un entorno con el que no son capaces de romper por falta de voluntad.
Y mientras la Elena que encarna Patricia se deja mecer muy bien en el entorno que aparentemente la controla, para dejar claro en un momento dado que sólo es así hasta donde ella quiere permitirlo, a su lado encontramos dos personajes bisagra en el desencuentro, que son el de Sonia (Victoria Peinado) y el de Marina. Con motivos distintos, pero con objetivos cercanos, tratan de acercar mundos, para descubrir que deben conformarse con la satisfacción de vivir, pero también con cierto orgullo de saber lo que se ha hecho.
Es interesante el juego de la Elena ociosa frente a la Sonia que no concibe la idea de no hacer nada. Y entre todos estos personajes, acaba por configurarse un sistema paralelo a la sociedad, en el que el pueblo más llano lo integraría Marina, y la cúpula del poder está en Alexander. Entre ambos está la distancia que crean las otras capas de la sociedad, cada una con su particularidad, pero acaban coincidiendo en una cosa: esto es lo que hay. Una especie de conformismo en el que sólo uno gana, el que tiene el poder y puede huir para cambiar su realidad a través de su entorno. En parte vemos el final de un feudalismo postindustrial, muy cercano a nuestra situación socioeconómica actual, en la que una clase media burguesa reflexiona resignándose o no, pero el destierro de la clase poderosa no basta, porque su poder sigue oprimiendo en la distancia.
Todo está ahí, y todo lo hacen llegar con gran intensidad pero sin forzar nada, en medio de una escenografía que produce un dulce atractivo, que contrastaría más con el paso del argumento, si no fuera porque la iluminación sabe jugar a acompañar el momento escénico, y porque los protagonistas están en el centro de ese jardín, que separa o une el bosque y la casa, y una ventana que se asoma a ambos lados. Pese a estar al comienzo del rodaje de este trabajo, la madurez dramática de sus integrantes deja claro quiénes son y por qué saben demostrarlo.
A la compañía la hemos visto en diferentes montajes dirigidos por Cortizo, porque son años de profesión en la sala y con La Pajarita de Papel; en tanto que sus integrantes proceden de diversas experiencias, y de muy distintos parámetros, pero la mayoría llevan ya un tiempo encajando y funcionando muy bien. Aquí se une lo joven y lo menos joven, se mezcla e impregna el espacio en el que se desarrollan.
