Ramami - La República Cultural
A estas alturas nadie va a descubrir el sello y la capacidad artística de Miguel Campello, de ese Chatarrero, que no hace más que reinventarse continuamente. Sin perder nunca su intransferible personalidad, manteniendo intacta su peculiar identidad, como ese “yo” que perdura en el tiempo, que por muchos cambios y evoluciones que experimentemos, sigue manteniendo la esencia de lo que somos, así Miguel sigue siendo él, puro, sin trucos ni enredos pero en continuo cambio y en constante transformación.
Una vez más, El Chatarrero se presentaba ante su público madrileño, un público de fieles incondicionales que le siguen allá donde va y no es para menos. Porque lejos de repetirse, sabe dar, en cada representación, ese toque de originalidad que la hace diferente a las demás y que merece la pena no perderse.
En esta ocasión optó por el camino de la acústica o como él parece definir mejor: “vamos a hacer un unplugger”. Es difícil imaginar a un Miguel sentado todo un concierto. No es la primera vez que se pone en ese trance pero cuanto menos hay que valorarle la osadía de ir contra su propia natura e intentar domar toda esa energía desbordante que habitualmente derrocha para someterla y encauzarla durante casi dos horas sobre un cajón flamenco. Hubo momentos de flaqueza, como no, pero supo estar a la altura de las circunstancias en todo momento. Quizás los momentos más delicados, de menos contención, llegaron cuando El Bicho hacía acto de presencia. Su sombra sigue siendo muy alargada y sigue haciendo vibrar a toda la galería cada vez que el Chatarrero le rescata del recuerdo. Pero como no hacerlo si él mismo se sigue emocionando. Y te estremeces al ver como las lágrimas siguen acudiendo a sus ojos cuando Mama Dolores brota por sus labios y los recuerdos remueven sentimientos. Esperemos que nunca se desprenda de él ni de ellos.
La noche estaría repleta de pequeños detalles convertidos en pequeñas sorpresas que representan y justifican la versatilidad de este artista. A parte de las imprevisibles y habituales improvisaciones que deben volver loco a Víctor Iniesta, a Eduardo Pacheco y a todo el que le acompañe a algún instrumento, exigiéndoles una concentración extrema para no ser pillados en fuera de juego, a parte de eso, digo, nos deleitó con dos temas inéditos y una versión de La bien pagá, que como novedad interpretó él mismo al piano. Incluso ciertos gestos familiares que nunca faltan como ingrediente provocador en ninguno de sus conciertos, tardaron en salir a la luz. Así por ejemplo, su tradicional rasgado de vestiduras, que habitualmente no suele exceder de la tercera o cuarta canción, en esta ocasión llegó con Locura, el penúltimo corte de la noche ¡casi na! El concierto terminó con Gallos de pelea, y tras su finalización, justo antes de hacer mutis por el foro se despidió con otra incondicional, la pirueta de salto mortal hacia atrás.
El público hecho a su imagen y semejanza, pájaros libres que revolotearon toda la noche por la sala sin parar, dando en ocasiones un halo de caos que contrastaba con la aparente tranquilidad que se respiraba sobre el escenario, disfrutó a rabiar. Al igual que Miguel supo contenerse no ocurrió lo mismo con los allí presentes que no podían soportar más tiempo sentados y se olvidaron de las mesas y las sillas para finalizar todos delante del escenario, de pie, bailando, saltando y alzando los brazos como si fuera una sala de conciertos estándar y convencional. Habían venido a recrearse y a divertirse. Desde aquí un aplauso merecido a los camareros por su profesionalidad, por las virguerías, piruetas y paciencia que tuvieron que desarrollar para poder manejarse entre esa marea de gente teniendo perfectamente atendidos a un enfebrecido personal.
Un público, que una vez más, salió complacido y satisfecho de lo que había presenciado.