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Julio Castro – La República Cultural
“La compostura natural de la mujer es no tener, ni mucho ingenio, ni mucha imaginación”, asegura con toda naturalidad nuestro protagonista. Podríamos correr el riesgo de despreciar a nuestro personaje, pero resulta que Juan Huarte de San Juan vivió en el siglo XVI, en una España algo más retrógrada que la nuestra, donde el santo oficio (es decir, la terrible Inquisición), contaba con más poder que los propios y absolutos monarcas.
Nos vienen a contar el empeño de este médico en desvelar la valía de cada cual a la hora de realizar sus estudios y su profesión, para lo cual estudia “los cuatro humores”, y nos habla de las “destemplanzas” del ser humano. De todos… bueno, en realidad no, porque como hombre de su época, desprecia la valía de las mujeres, y las pone al servicio de las necesidades del varón, que de ahí la cita del texto de Alberto Conejero con la que comienzo.
Sin embargo, en esta comedia que ahora nos presentan, las mujeres sabrán hacerse presentes sin desvirtuar la obra ni el tiempo, pero actualizando de distintas maneras el pensamiento científico y el social.
Blasilla (Diana Bernedo), Cosme (Manuel Domínguez) y Coquin (Paco Gámez) acompañan al científico (Felipe García Vélez), padre de distintas ciencias del pensamiento y las humanidades, como son la Psicología Diferencial, la Eugenesia y la Orientación Profesional, pero también hace aportaciones interesantes a otras. Sus tres acompañantes son cómicos que han servido a sus experimentos a una avanzada edad, pero también le han prestado ayuda en la soledad de sus estudios enclaustrado y alejado por voluntad propia de la familia.
Un texto rico para una obra bien armada, con un dinamismo más que adecuado a una comedia crítica, en la que la ciencia lucha contra la religión a partir de uno de los pilares básicos: la inteligencia o el entendimiento humano, frente a las supercherías e imposiciones de la iglesia, los monarcas y los poderosos: “la ciencia termina donde termina el gobierno de la Iglesia, Huarte”, le recrimina un impostado hombre del santo oficio llegado de Córdoba.
Sin embargo, ante su desprecio por los cómicos, Coquín, algo ofendido, pretenderá devolvérsela y aprovecharse de la situación: “Cuando vosotros os detenéis ante los muros de lo imposible, los cómicos…”, y ahí desciende a demostrar la valía del teatro y del arte frente a la rigidez de las ciencias, de la misma manera que el docto científico hace antes con la iglesia y sus secuaces.
Por si algo faltara, una de las hijas, Águeda (Sara Martínez), decide arremeter contra la injusticia de la discriminación, y se despoja de vestido y mandil, para defender la igualdad y el papel de la mujer desde la creación hasta Felipe II, haciendo uso de su sabiduría e imbuyéndose del conocimiento de los clásicos.
Si el regalo del teatro de texto no fuera suficiente, premian al público con enormes pasajes de teatro físico, a fin de ilustrar el sueño, la locura y la frustración de su protagonista, primero encabezados por Diana Bernedo (que como era de esperar se encarga de la mimografía y del movimiento), para luego tomar la línea Sara Martínez, cuyo personaje ronda al padre y le acosa en su pensamiento.
Los libros son la base de todo, y si nos fijamos juegan con la montaña que hay en todo el escenario, para acompañarse de la portada de alguno que choque claramente con lo que se dice, o que represente a la figura en escena. Los reyes no salen mejor parados que la iglesia, y el himno acaba por transformarse en la marcha de Darth Vader, pero en su real imposición, el protagonista advierte a su hija, que finalmente quiere su sometimiento: “hija, la sangre por sí misma no vale nada”, le aconseja en una de sus últimas lecciones.
Hay mucho de Quijote en este texto, y me parece que también mucho de comedia cervantina, adaptado un sainete castellano de nuestros tiempos, pero, sobre todo, hay un gran impulso hacia quienes desvelan tantas cosas antes de su tiempo, especialmente en estos tiempos oscuros que corren, y mientras unos acatan una realidad impuesta e impostada, “hay otros que persiguen lo que aún no existe”.
Enorme texto de Conejero de nuevo (al que ya conocía de Photocall), gran protagonismo de Felipe García Vélez, que en este papel me parece que está enorme, porque el texto es complejo y gira casi siempre a su alrededor, pero debe estar despierto para atajarlo. Diana Bernedo me enganchó después de verla en escena con una pieza de mimo-danza (Anacronia), y luego no había tenido ocasión de coincidir con ella en escena, para descubrir que no estaba equivocado en la valoración. A Paco Gámez le pude ver en La danza de la muerte, dirigido por Rodolfo Cortizo en un personaje más accesorio, pero aquí tiene la ocasión de mostrar su capacidad de trabajo. Por su parte, a Manuel Domínguez le he visto en otro gran papel, en una obra dirigida a público más joven, una adaptación de Calderón: Segismundo, príncipe prisionero, con un muy buen trabajo. Incorporo ahora a Sara Martínez, a la que no creo haber visto en acción, pero que sin duda está a la altura del resto del equipo.
Tras haber pasado por el Off del festival de teatro de Almagro, esta obra debería girar mucho más que estas pocas funciones en Madrid, así que esperemos volver a verles en breve en los escenarios.
