Julio Castro – La República Cultural
Una música de blues de fondo recibe al público. Una pareja se abraza en un sofá Henry Wotton lee en la mesa del despacho. Los personajes de El retrato de Dorian Grey de Oscar Wilde sirven de base argumental para este trabajo teatral escrito y dirigido por Carlos Be.
Quien espere una propuesta que calca la novela de Wilde se encontrará con la sorpresa de un montaje que retiene el espíritu, parte de la línea argumental e, incluso, contiene el espíritu oscuro y gótico de su referente. Pero no es el trabajo del autor victoriano, porque el dramaturgo ha querido en este caso centrar en otros aspectos el giro argumental. De manera que el retrato casi siempre estará presente, pero más como recipiente y testimonio de las miserias del protagonista y su entorno, que como símbolo de la decrepitud física de su retratado.
Encontraremos una obra intensa, en la que algunas escenas inciden en la manera de captar el momento argumental por parte de los personajes, para trasladarlo al público, generando, pudiera decir, un instante de “off dentro del off”, mediante un recurso muy interesante en el que se podría profundizar más adelante para no dejarlo en el mero esbozo, sino en el planteamiento de la mirada profunda de los deseos, más allá del de su protagonista.
De esta manera, se vive la idea de la posición de los actores, siendo a la vez espectadores ante la tragedia: ante su propia tragedia.
Curiosamente es posible extraer el análisis de carácter de cada uno de los personajes, para descubrir que estamos en el centro de una obra que habla sobre el egoísmo y el egocentrismo, de lo que ninguno de ellos escapa, aunque únicamente el personaje de Henry es capaz de explicar, justificar… compadecer. Los demás están tan centrados y satisfechos en sí mismos, que ni siquiera lo intentarán. En el colmo de ese ensimismamiento se arrojan entre sí las miserias, así que afirma Wolfgang “la belleza no es más que una máscara, y la juventud una burla”. Un Wolfgang que trae a colación un toque al Fausto de Goethe, para meternos en ese enfrentamiento entre autores, quizá porque aquí hay posibilidad de mostrar que hay múltiples maneras de exponer un tema y de vender el alma al diablo, incluso sin diablo. A lo largo del desarrollo, el autor y director aprovecha para cambiar la estética, ya sea con cambios de espacio, o de vestuario, pero también con modificación en la sexualidad de sus personajes, que juegan al transformismo para ser capaces de doblar papeles.
Desde mi punto de vista, el mejor trabajo reside en la elaboración de los personajes, porque hay una profunda investigación en los caracteres y, sobre todo, en el interior del propio autor y de aquello que desea expresar. De manera que parece haber más simbolismo en el propio texto y en el planteamiento de la puesta en escena, que en los elementos que se utilizan a través del mismo. Creo que es especialmente destacable el trabajo de Alfonso Torregrosa, en parte porque su papel de Henry se presta más al juego de entrar y salir de esa especie de perversión hedonista, a veces sin mancharse, otras haciendo caso omiso a lo que le impregna dada su posición social, que acaba por ser el más auténtico de todos, porque no puedo decir que sea humano en este contexto.