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El camino al lago Desierto, de Franz Kain - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

Hace algunos años la Agencia Central de Inteligencia (CIA) desclasificó el documento que redactó un miembro de dicha organización acerca de la captura y el posterior interrogatorio de Ernst Kaltenbrunner, quien desde 1943 fue jefe de la Gestapo y de la Oficina Central de Seguridad del Tercer Reich. La carrera de este austríaco, abogado de confesión católica nacido en una pequeña localidad situada en las Innviertler Hügellandes, en las estribaciones de los Alpes, a medio camino entre Linz y Salzburgo, había prosperado a partir de la Anexión de Austria, cuando se convirtió en máximo responsable de las SS y la Gestapo en Viena, y recibió todavía un impulso mayor tras el asesinato de Reinhard Heydrich en Praga en 1942. Nombrado sucesor de éste, aglutinó en su persona todos los cargos relativos a la policía, pública y secreta, del Reich; recibió a finales de 1944 la Cruz de Caballero y en abril del año siguiente se le designó comandante en jefe de las fuerzas armadas del sur de Europa, encargándosele además la formación de una red de comandos que debería proseguir la resistencia nazi tras la derrota militar.

El camino al lago Desierto, de Franz Kain

Sesenta páginas en la mente del último policía de Hitler

El camino al lago Desierto
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El camino al lago Desierto

Portada de libro de Franz Kain

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El camino al lago Desierto

Portada de libro de Franz Kain

DATOS RELACIONADOS

Título: El camino al lago Desierto
Autor: Franz Kain
Traducción: Richard Gross
Postfacio: Sigurd Paul Scheichl
Editorial: Periférica
Primera edición: 2013
Formato: 21 x 14 cm. 112 páginas
ISBN: 978-84-92865-79-6

José Ramón Martín Largo – La República Cultural

Hace algunos años la Agencia Central de Inteligencia (CIA) desclasificó el documento que redactó un miembro de dicha organización acerca de la captura y el posterior interrogatorio de Ernst Kaltenbrunner, quien desde 1943 fue jefe de la Gestapo y de la Oficina Central de Seguridad del Tercer Reich. La carrera de este austríaco, abogado de confesión católica nacido en una pequeña localidad situada en las Innviertler Hügellandes, en las estribaciones de los Alpes, a medio camino entre Linz y Salzburgo, había prosperado a partir de la Anexión de Austria, cuando se convirtió en máximo responsable de las SS y la Gestapo en Viena, y recibió todavía un impulso mayor tras el asesinato de Reinhard Heydrich en Praga en 1942. Nombrado sucesor de éste, aglutinó en su persona todos los cargos relativos a la policía, pública y secreta, del Reich; recibió a finales de 1944 la Cruz de Caballero y en abril del año siguiente se le designó comandante en jefe de las fuerzas armadas del sur de Europa, encargándosele además la formación de una red de comandos que debería proseguir la resistencia nazi tras la derrota militar.

Kaltenbrunner tuvo a su cargo dos misiones de gran relevancia en las postrimerías del Reich. La primera, que hizo de él uno de los hombres más influyentes de la jerarquía nazi y más próximos a Adolf Hitler, fue la de investigar el atentado sufrido por éste el 20 de julio de 1944 en la así llamada Cueva del Lobo, atentado que se enmarcaba en la “Operación Valkiria” y que se saldó con la ejecución de todos los implicados. La segunda consistía en la construcción de diversas fábricas subterráneas en los Alpes, operación inscrita en un magno proyecto que se denominó “Alpenfestung” (“Fortaleza Alpina”), el cual había sido concebido para reunir las fuerzas dispersas y derrotadas del Reich con vistas a continuar la lucha, un proyecto tan ambicioso y divulgado como, en la práctica, inexistente.

El agente anónimo de la CIA explica las circunstancias en que su comando capturó a Kaltenbrunner al acabar la guerra, en unos días en los que las fuerzas armadas estadounidenses buscaban en los Alpes indicios de la famosa Fortaleza. Ésta no era más que propaganda, pero en cambio sí fueron localizados refugios en los que se hallaron abundantes obras de arte que los nazis habían robado a coleccionistas particulares y a museos, así como gran número de civiles y militares huidos. El agente relata la implacable búsqueda de Kaltenbrunner, que le llevó hasta el lugar donde se hallaba una manifestación concreta de la obra de éste: el campo de concentración de Ebensee. El agente lo describe con estas palabras: “Parecía aún más terrible que Dachau y Ohrdruf. Cuerpos que uno nunca hubiera creído que pudieran seguir con vida estaban caminando, cubiertos de llagas y piojos. La suciedad era indescriptible. Junto al crematorio había habitaciones repletas de cuerpos desnudos encogidos, cubiertos de lejía que habían arrojado sobre ellos para combatir el hedor y los bichos. Los cuerpos sobrantes que no tenían sitio en el crematorio fueron arrastrados a otra parte del recinto, donde se les arrojó a fosas comunes llenas de una solución química. Peor aún era el hospital, adonde los moribundos y los enfermos habían sido acarreados para realizar experimentos antes de ser llevados al crematorio. Nos pidieron comida. Cuando les dije que no traíamos ninguna, pero que los médicos y el personal del gobierno militar llegarían de inmediato, uno de ellos se echó a llorar. ‘Les hemos esperado cuatro, cinco, seis años’, nos dijo, ‘y ahora llegan con las manos vacías’”.

Sirviéndose de diversos informadores y guías alpinos, el comando que seguía el rastro de Kaltenbrunner llegó a orillas del lago Altaussee, cuya ciudad balneario había sido en otro tiempo lugar de veraneo de la nobleza alemana y austríaca. Allí arrestaron a muchos civiles y militares que, según el agente, “habían huido para preparar una coartada que les librase de responder de sus crímenes”. En ese mismo lugar encontraron a la condesa Gisela von Westarp, que era la amante de Kaltenbrunner. “Una guapa rubia de veintidós años con los ojos azules, vivaz y muy inteligente”. La joven había dado a luz pocos días antes a gemelos, Ursula y Wolfgang, de lo que se sentía muy orgullosa, pues, según explicó, “la señora Kaltenbrunner, en doce años de matrimonio, sólo había sido capaz de producir tres hijos”.

Al comando estadounidense, a partir de aquí, ya no le fue difícil dar con el escondite de Kaltenbrunner. Le encontraron, junto a otros SS, en una modesta cabaña de dos habitaciones. Ahí estaba, pues, el hombre que, según algunos, era temido por el propio Himmler. El agente escribe: “Tenía cuarenta y tres años, medía seis pies y cuatro pulgadas [193 centímetros] y pesaba 220 libras [unos cien kilos]. Tenía una gran corpulencia y tez oscura, y profundas cicatrices a ambos lados de la cara [producto de los duelos a espada que eran comunes en las universidades alemanas]”. Estaba armado, aunque no opuso resistencia. Sin embargo, negó varias veces su identidad, y mostró una documentación falsa en la que aparecía como médico. El agente de la CIA escribe: “Más tarde se tomó la molestia de explicar que esos papeles no eran falsos, sino la identificación auténtica de personas fallecidas”. Y añade: “Esta fina distinción era característica de sus esfuerzos por parecer un caballero austríaco y un buen católico”. A Kaltenbrunner se le juzgó en Núremberg, y fue ahorcado el 16 de octubre de 1946.*

Este informe de los servicios secretos de Estados Unidos no estuvo al alcance del novelista Franz Kain cuando decidió abordar el relato de los días de Kaltenbrunner previos a su captura. Kain también era austríaco, nacido en 1922 en un pueblecito del distrito de Gmunden, en el Salzkammergut. Su padre era albañil, y abandonó pronto la escuela para ser aprendiz de carpintero y más tarde leñador. A la edad de catorce años fue arrestado por repartir folletos de la Kommunistische Jugend Österreichs (Juventud Comunista de Austria), y fue arrestado nuevamente en 1941, después de la Anexión de Austria al Reich. Recorrió varias cárceles antes de que fuera condenado por alta traición y enviado a Túnez. Fue aquí, en los años de su cautiverio, que sólo terminaron en 1946, cuando realizó sus primeros intentos con la escritura.

Tras su liberación, trabajó para el diario Neue Zeit, del que llegó a ser redactor jefe, y a partir de 1953 pasó varios años en Berlín Este, donde conoció a diversos escritores de la República Democrática Alemana, entre ellos Bertolt Brecht y Anna Seghers. De regreso a Austria, fue concejal del Partido Comunista en Linz en dos ocasiones, en 1977 y 1980. Según el crítico Sigurd Paul Scheichl, nuestro autor “no fue un hombre del parqué literario. Siguió su propio camino sabiendo, sin duda, que no pertenecía, ni quería pertenecer, a ninguna ‘corriente’ literaria”. Para sus compatriotas, Kain era “un autor del Este”, lo que es causa de que su nombre no aparezca ni una sola vez en las revistas austríacas especializadas. Sólo al final de su existencia obtuvo reconocimiento en su país natal, cosa en la que tuvo mucho que ver el mencionado crítico. Así lo explica Scheichl en un artículo incluido en la edición española del libro que comentamos (Periférica, 2013): “Topé por primera vez con el nombre de Franz Kain cuando, participando en un jurado para el premio literario del land de Alta Austria, uno de los miembros le propuso para el galardón. (…) El primer texto suyo que leí fue El camino al lago Desierto, y me pregunté por qué un autor capaz de crear un relato de este nivel pudo ser un desconocido en Austria durante tanto tiempo”. A lo que el propio Scheichl responde: “Hasta bien entrados los años sesenta un pronunciado antifascismo o, incluso, la afiliación al Partido Comunista no sólo no eran propicios a una carrera literaria en Austria, sino que francamente la impedían. (…) Que por ello sólo se le pudiera leer con varias décadas de retraso ha sido el triste destino de este representante de ‘otra literatura procedente de Austria’. Demasiado tarde ha sido posible conocerlo”.

El camino al lago Desierto se publicó por primera vez en 1974 en un volumen de relatos, con el mismo título, de la editorial de la RDA Aufbau. En una carta de fecha posterior Kain cuenta que “habré meditado veinte años sobre esta historia antes de escribirla”, lo que sitúa la génesis de la misma en plena postguerra, cuando apenas existía en Austria debate literario alguno acerca del nazismo. Aunque el autor no pudo tener acceso al informe que en 1993 fue desclasificado por la CIA, el contenido de la narración se ajusta en lo esencial a lo allí descrito, que en parte pudo ser conocido por Kain a través de las actas del Juicio de Núremberg. Sin embargo, afirma Scheichl, “con toda seguridad el autor no necesitó fuentes escritas, pues los acontecimientos debían de ser bien conocidos en su región natal, el Salzkammergut”. De hecho, el relato difiere muy poco de los acontecimientos históricos. Kain, deliberadamente, altera el nombre del lago hacia el que marcha Kaltenbrunner y cerca del cual será capturado: el Wildensee, que se encuentra en la vertiente septentrional de las Montañas Muertas, y que él convierte en Ödensee (lago Desierto), sin duda para dotar al lugar de mayor fuerza dramática y simbólica. Por otra parte, el autor omite completamente el personaje de Gisela, la amante de Kaltenbrunner, a fin de no perturbar la imagen que en las muy condensadas sesenta páginas del relato se ofrece del protagonista: un burgués sin tacha, amante de su familia y del orden.

El argumento, si se le puede llamar así, es muy sencillo. El protagonista, en companía de un guía y dos guardias de las SS, recorre los caminos alpinos en busca de refugio. Más bien el autor ha intentado, y logrado con éxito, introducirse en el flujo de la conciencia de este hombre, el cual, sabedor de que él y los suyos han perdido la guerra, pretende esconderse en lo más recóndito de los Alpes durante una temporada, hasta el momento en que “abajo”, en las ciudades ahora asoladas, vuelva a instaurarse la calma. Pues Kaltenbrunner piensa que con el tiempo se le permitirá regresar, que se le perdonará y que incluso, dada su experiencia como jefe de la policía del Reich, le será dado participar en las tareas de reconstrucción, llamadas a instaurar ese orden para él tan querido y que, a fin de cuentas, no será muy diferente del que contribuyó a imponer en sus buenos tiempos: “Si hay un hombre en Europa que conoce el bolchevismo, soy yo”, declaró el verdadero Kaltenbrunner a los agentes que le interrogaron.

Ese discurrir de la conciencia de Kaltenbrunner sólo es interrumpido al final de cada breve capítulo del libro por un texto, en cursiva, que alude a diferentes episodios de su vida anterior. En varios de esos textos se nos remite al campo de concentración de Mauthausen y a una visita de inspección que Kaltenbrunner realizó al mismo durante la guerra. Con motivo de esa visita el comandante del campo, Franz Ziereis, muestra a su huésped los nuevos artificios concebidos para facilitar el asesinato de los prisioneros, a la vez que se queja de lo que él considera la mala ubicación del campo: “Mi querido Kaltenbrunner, el campo está rematadamente mal ubicado, la belleza del sitio nos pierde. Los fogoneros del crematorio se dan muy mala maña, tanta que he perdido la fe. Cuando hay mucho trabajo me encienden un fuego tan vivo que por la chimenea salen unas llamas de cinco metros de altura que iluminan todo el valle del Danubio y, de noche, se aprecian hasta en la capital de la provincia. Un faro para los piratas del aire, un escándalo para las almas delicadas”. Y añade: “Eso se lo pueden permitir en el Gobierno General [de Polonia], escasamente poblado, en los eriales de Auschwitz y Treblinka. ¿Pero nosotros? ¿Aquí, en la plácida colina panorámica sobre el río de los nibelungos?

El lago Desierto, las Montañas Muertas, el hielo y la nieve…, son otros tantos paisajes del alma del protagonista. El libro es ficción y a la vez relato histórico, lo que le otorga valor de excepcional documento. En él no se juzga a Kaltenbrunner, y en realidad no hay narrador que pueda juzgarle. El personaje, en toda su ascensión hacia las Montañas Muertas, sólo recuerda de su pasado aquellos episodios que podrían favorecerle ante un tribunal, por ejemplo la ocasión en que dio limonada a un judío, o su oposición a cambiar de sitio la tumba del escritor Jakob Wassermann. Sólo se ocupa del presente y de sus vagos planes para el futuro: la lenta y cautivadora caída de la nieve; los parajes rocosos de los Alpes que él (como el autor) conocía muy bien en su calidad de montañero; su proyectado regreso cuando las cosas se hubieran calmado. Hay algo amenazador en este personaje surgido del lodazal de la Historia que ahora llega hasta nosotros a través de una obra literaria, una sensación de permanencia magistralmente transmitida por el autor: la permanencia de este Kaltenbrunner, más allá de su muerte, domina al lector desde su lugar elevado, a la espera de que aquí “abajo” él vuelva a contar con el trato digno y correcto que cree merecer. Mientras llegaba ese momento, el genocida “capearía el temporal replegándose a lo hondo de las Montañas Muertas, a los fríos lagos desiertos de los confines del mundo”.


* The last days of Ernst Kaltenbrunner. Personal recollections of the capture and show trial of an intelligence chief. Central Intelligence Agency, 22/8/1993.

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