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Desde la peor Europa posible, el miedo es libre en Teatro invisible - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

Quizá las luciérnagas, en efecto murieron. No, las matamos, porque al fin y al cabo, no voy a lavarme las manos en la culpa compartida de la contaminación en nuestra sociedad. Y quizá Pasolini, definitivamente, tenía toda la razón del mundo al plantearlo así. Porque creer que se esconden aguardando a que lleguen sus tiempos para resurgir y sobrevivir a la especie que destruye, sería tener un concepto determinista de la evolución, y retorcido de la naturaleza viva. Aunque, por otra parte, fomentar la idea de que están ahí, pero no las vemos, debido a la contaminación lumínica intencionada que nos hace olvidarlas aún estando presentes, sería creer ciertamente en la muerte o el asesinato de cualquier tipo de poética en la mente humana: lo más bajo a lo que podríamos llegar.

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Desde la peor Europa posible, el miedo es libre en Teatro invisible

Ana Vallés en su fallida declaración de amor en el teatro

Teatro invisible
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Teatro invisible

Ana Vallés en su escritorio, dando luz donde no la había. Foto: Julio Castro.

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Ana Vallés en su escritorio, dando luz donde no la había. Foto: Julio Castro.

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DATOS RELACIONADOS

Creación e interpretación: Ana Vallés
Espacio escénico y sonoro e iluminación: Baltasar Patiño
Compañía: Matarile Teatro (Compostela)

Julio Castro – La República Cultural

Quizá las luciérnagas, en efecto murieron. No, las matamos, porque al fin y al cabo, no voy a lavarme las manos en la culpa compartida de la contaminación en nuestra sociedad. Y quizá Pasolini, definitivamente, tenía toda la razón del mundo al plantearlo así. Porque creer que se esconden aguardando a que lleguen sus tiempos para resurgir y sobrevivir a la especie que destruye, sería tener un concepto determinista de la evolución, y retorcido de la naturaleza viva. Aunque, por otra parte, fomentar la idea de que están ahí, pero no las vemos, debido a la contaminación lumínica intencionada que nos hace olvidarlas aún estando presentes, sería creer ciertamente en la muerte o el asesinato de cualquier tipo de poética en la mente humana: lo más bajo a lo que podríamos llegar.

Así que, puestos a opinar sin otro fundamento, me inclino por la tesis de Pasolini (al que dejo por ahí abajo en su texto original, que si me desperezo y hace falta quizá traduzca…), antes que por la de Huberman: le lucciole sono scomparse. Pero no lo hicieron solas, lo hicieron con otras muchas cuestiones que las acompañaban.

Otra cuestión es quedarse en el mero hecho descriptivo de la metáfora pasoliniana que habla del vacío de poder, de la destrucción de la cultura y de la ausencia de una posibilidad cualquiera de gestionar nuestro presente y nuestro futuro: permanecer en ese punto sería derrotismo vano y carente de interés. No creo que al autor le interesase la cita famosa, ni siquiera en sus momentos más depresivos, sino más bien la denuncia y la reclamación para tirar del carro, y eso es algo bien diferente.

El teatro que Matarile hace visible

Todo juego en el teatro de Ana Vallés y Matarile Teatro resulta completamente intencionado, y no pretende ocultar su deseo de remover conciencias desde el arte y desde el texto, así lo vemos en su Teatro invisible, del que ya nos hablaba hace unos meses José Henríquez desde aquel Visiones y reflexiones en el ALT de Vigo, que escribiera tras su paso por allí. Pero quedarnos en la crítica que hace Huberman sobre el texto de Pasolini, o bien en el mismo intento de Pier Paolo, asesinado unos meses después, sería de nuevo ejercicio banal. Tal vez por eso, Ana Vallés que se declara más pesimista que Huberman, aunque quizá no tanto como Pasolini, toma ejemplo del escritor italiano, para coger las riendas del asunto y transformar esa extinción en fruto de algo que pueda ser germen transmisible para una nueva especie. Es más, ella misma lo amasa, lo genera en escena con su palabra y su cuerpo.

Y ese es el interés, porque lo otro ya estaba pasado hace cuarenta años.

Será porque poco se puede añadir a lo que escribe Pepe Henríquez sobre la puesta en escena, su intención y sus hilados relacionales, pero a mí me surge esa necesidad de intervenir sobre lo que veo en la acción performática de Ana, donde la historia nutre una línea argumental, un interés.

Surgir del público, ser público

Digamos que Ana se sienta entre el público (en esta ocasión, junto a mí, en un hueco que casualmente está vacío en ese instante) y cuando le parece que todo está listo ella empieza, pero todo comenzaba un rato antes, hablando con todo el mundo fuera, o con quienes estábamos por allí en ese instante inmediatamente preliminar. Porque envuelve al público, al que conoce, y al que no conoce a través del otro. Pregunta a sus amig@s durante su acción y les interpela, pero también acaba rodeando a los demás. También lo hace en Staying Alive, otro de sus trabajos recientes que también trataba Pepe en otro artículo. Es una sensación y símbolo de ciudadanía compartida: no ser un “mono” en escena, sino alguien que comparte comunicación.

La historia no suele ser la que nos cuentan

No hemos sabido cuidar de nuestro planeta, y tampoco del teatro”, dice, y aquí le sirve de excusa la cuestión Pasolini/Huberman. Pero ya nos ha introducido a ese pasado de ceguera en la que tratábamos de ver, en medio de una dictadura… y después, la ausencia de información, la revista El Público.

Dice José A. Sánchez en un texto “Quienes fuera de Cataluña se empeñaron en arriesgar más en sus discursos hubieron de asumir la necesidad de trabajar con esquemas de producción propios de un teatro pobre y afrontar las grandes dificultades para la presentación y distribución de los espectáculos, especialmente fuera de los límites de la propia comunidad autónoma. La escasez de recursos dio lugar a producciones de pequeño formato. Y la imposibilidad de mantener compañías profesionales dio lugar a asociaciones inestables y sin espacios propios de ensayo. En estas condiciones continuaron su trabajo Carlos Marquerie (compañía Lucas Cranach), Sara Molina (Q Teatro), Rodrigo García (La Carnicería), Óskar Gómez (Legaleón T. y L’Alakran), Ana Vallés (Matarile Teatro), así como Olga Mesa, Blanca Calvo, Mónica Valenciano o La Ribot”. Claro, dice el autor del texto en su primer párrafo que las consecuencias “más visibles” de la aprobación de la Constitución del ‘78 “fueron el fin de la censura, la apertura al exterior, la creación de nuevas instituciones públicas y el notable aumento de las subvenciones públicas, que alcanzaron también al teatro y la danza de creación”. Ahí queda. En 2006. Y desde la Universidad de Castilla La Mancha.

Es decir, se evidencia que hay opiniones para todos los gustos, y que las luciérnagas murieron por falta de química, sí, eso con lo que logran que sus cuerpos nos hagan evocar tiempos casi mágicos, e infancias de tropelías contra los pequeños coleópteros.

De todo lo visible y lo invisible… de lo invisible

Pero Ana Vallés no se desvía de su intención, porque su texto, construido para dar una conferencia, convierte la ausencia de estrado en clase filosófica, tal y como podemos imaginar a los maestros griegos, disertando, pero sin abandonar la presencia y el espacio compartido con quienes participan de su propio aprendizaje.

Es un espacio escénico lleno de ideas, de imágenes y evocaciones, donde el cuerpo y el texto desembocan en la necesidad de encontrarse con la gente, y de que la gente se encuentre entre sí, en la duda y en el debate.

Lo que vemos es el teatro visible, pero hay otro teatro, el teatro invisible”, dice la protagonista. Una perogrullada, podría pensarse, pero está hablando de nuevo de la ocultación de lo que existe, de cómo se censura de tantas formas distintas en la sociedad, y de cómo se utiliza la cultura para crear un público rehén de parámetros asimilados pero ajenos al arte, opuestos al arte, contrarios al desarrollo y a la creación. Y es lo que nos trae a colación la creatividad. “Todo depende de la luz, uno se vuelve invisible si no hay luz, pero puede haber invisibilidad por subexposición o por sobreexposición”, insiste Vallés. Y entonces está la idea de dualidad, en la que la artista hace denuncia de quienes ocultan la realidad iluminando otros ángulos que crean esas sombras del mito de la caverna, pero también deja caer ese posible homenaje a una de las partes invisibles del teatro, como son los responsables de la técnica, y, para ejemplo, su propio colaborador, Baltasar Patiño, que hace buena parte de los efectos de iluminación a mano, con pequeños o grandes focos, que son evidenciados en su movimiento: como digo, un juego completamente intencionado, hasta en los menores detalles.

Y para subrayar este último extremo, dice la artista “en el teatro de marionetas el manipulador es invisible, excepto en el Bunraku japonés, en el que se crea una ilusión y se destruye una ilusión”. Y ahí me mata con la sentencia, porque sintetiza en una frase ese otro juego en el que el público aprende a no mirar lo que no debe, incluso cuando más se le muestra, cuando los focos señalan a quien mueve los hilos, los brazos, las piernas, el cuerpo y la cabeza del muñeco, del pelele. ¿Hemos aprendido algo? No, yo sé que no, pero hay que seguir intentándolo.

Así que nos sugiere: detrás de nuestro trabajo invisible hay mucha gente más invisible, pero al contrario que otros, no tenemos nada que esconder, trabajamos para mostrar. Mientras por otra parte tenemos el contraste de quienes usan luz y taquígrafos para esconder la montaña de mentira y suciedad…

Lucha, necesidad… ¿motivos para el teatro?

Ya señalaba Henríquez en su artículo, “’¿Por qué sigo haciendo teatro? ¿Para qué sirve el teatro?’ se y nos pregunta Ana Vallés en pasajes de su obra y contesta que ‘desde la peor Europa posible’ hace teatro por necesidad, por pura emoción; que el teatro no sirve para nada mercantil, aunque quizá el arte y el artista, sostiene, puedan encontrar la forma adecuada para transmitir la experiencia humana, que es lo único indestructible, dice, citando al filósofo francés Georges Didi-Huberman”. Sin duda, desde la peor Europa posible, no sé si cercana a la “gran Europa” de la que hacían gala los nazis, pero sí desde la que nos tocó vivir, que se construyó a oscuras, de espaldas a la ciudadanía y de cara al capital, su dios. Ana habla del teatro minoritario, el que hay que trabajar cada día a pie de obra mal-viviendo o sobreviviendo (hoy ya no sé qué es más lamentable), frente al teatro comercial, el de los focos del poder que, desgraciadamente, tampoco da de comer al artista, sino a quien lo mueve. Así que concluye en su reflexión: “el teatro no sirve para nada, pero tampoco nos planteamos la utilidad del amor, de la hierba, del mundo…”

Hay tantas referencias y subtextos, que fácilmente introduce por medio la incomunicación del ser humano, frente a la comunicación que establece el Arte, pero apenas lo deja caer en la anécdota con. Gilles Deleuze en París y su absurdo encuentro: dos desconocidos, uno tomando su café en un boulevard; pasa la otra, que le admira, pero no puede comunicarse en su lengua: y la comunicación que se alcanza a a través de algo tan ajeno o cercano a ambos, como un cartel de una exposición escultórica de Jane Alexander, a la que ella acaba de acudir.

Y entre otras cuestiones, desde luego, no falta su emocionado recuerdo de Tadeusz Kantor, cuya muerte le hace recorrer media Europa para despedirle. Es parte de su homenaje. De su homenaje a él y a su teatro invisible, minoritario, a tod@ artista que se encuentra en la soledad de la creación, y en la soledad de la exposición, los noveles, y quienes ya no tienen nada que demostrar, pero aún deben seguir en su lucha diaria.

Esa lucha transgresora que sirve de línea argumental en un discurso social que, de inicio a fin, suponen la invisibilidad de las Artes, de la Cultura, de varias generaciones que le plantan cara, pero de toda una sociedad ahogada en la oscuridad y en la luz.

En 1983 vi por última vez un grupo de luciérnagas, nunca más tuve otra ocasión. Mi vida en buena parte urbanita no es referente para afirmar si murieron o no, que para eso están entomólogos y naturalistas, pero la ansiedad de su desaparición, y esa añoranza casi infantil de saber que siguen allí, es otro aliciente más para enfrentar al poder destructivo y vacío que nos invadió.

Dice Ana Vallés que esta es su “fallida declaración de amor al teatro”, y en esto se equivoca, porque lo ha trascendido. La cuestión es no seguir en la soledad de esa lucha.


Corriere della Sera, 1 febbraio 1975

"Il vuoto del potere" ovvero "l’articolo delle lucciole"
di Pier Paolo Pasolini

La distinzione tra fascismo aggettivo e fascismo sostantivo risale niente meno che al giornale "Il Politecnico", cioè all’immediato dopoguerra…" Così comincia un intervento di Franco Fortini sul fascismo ("L’Europeo, 26-12-1974): intervento che, come si dice, io sottoscrivo tutto, e pienamente. Non posso però sottoscrivere il tendenzioso esordio. Infatti la distinzione tra "fascismi" fatta sul "Politecnico" non è né pertinente né attuale. Essa poteva valere ancora fino a circa una decina di anni fa: quando il regime democristiano era ancora la pura e semplice continuazione del regime fascista. Ma una decina di anni fa, è successo "qualcosa". "Qualcosa" che non c’era e non era prevedibile non solo ai tempi del "Politecnico", ma nemmeno un anno prima che accadesse (o addirittura, come vedremo, mentre accadeva).
Il confronto reale tra "fascismi" non può essere dunque "cronologicamente", tra il fascismo fascista e il fascismo democristiano: ma tra il fascismo fascista e il fascismo radicalmente, totalmente, imprevedibilmente nuovo che è nato da quel "qualcosa" che è successo una decina di anni fa.
Poiché sono uno scrittore, e scrivo in polemica, o almeno discuto, con altri scrittori, mi si lasci dare una definizione di carattere poetico-letterario di quel fenomeno che è successo in Italia una decina di anni fa. Ciò servirà a semplificare e ad abbreviare il nostro discorso (e probabilmente a capirlo anche meglio).
Nei primi anni sessanta, a causa dell’inquinamento dell’aria, e, soprattutto, in campagna, a causa dell’inquinamento dell’acqua (gli azzurri fiumi e le rogge trasparenti) sono cominciate a scomparire le lucciole. Il fenomeno è stato fulmineo e folgorante. Dopo pochi anni le lucciole non c’erano più. (Sono ora un ricordo, abbastanza straziante, del passato: e un uomo anziano che abbia un tale ricordo, non può riconoscere nei nuovi giovani se stesso giovane, e dunque non può più avere i bei rimpianti di una volta).
Quel "qualcosa" che è accaduto una decina di anni fa lo chiamerò dunque "scomparsa delle lucciole".
Il regime democristiano ha avuto due fasi assolutamente distinte, che non solo non si possono confrontare tra loro, implicandone una certa continuità, ma sono diventate addirittura storicamente incommensurabili. La prima fase di tale regime (come giustamente hanno sempre insistito a chiamarlo i radicali) è quella che va dalla fine della guerra alla scomparsa delle lucciole, la seconda fase è quella che va dalla scomparsa delle lucciole a oggi. Osserviamole una alla volta.

Prima della scomparsa delle lucciole
La continuità tra fascismo fascista e fascismo democristiano è completa e assoluta. Taccio su ciò, che a questo proposito, si diceva anche allora, magari appunto nel "Politecnico": la mancata epurazione, la continuità dei codici, la violenza poliziesca, il disprezzo per la Costituzione. E mi soffermo su ciò che ha poi contato in una coscienza storica retrospettiva. La democrazia che gli antifascisti democristiani opponevano alla dittatura fascista, era spudoratamente formale.
Si fondava su una maggioranza assoluta ottenuta attraverso i voti di enormi strati di ceti medi e di enormi masse contadine, gestiti dal Vaticano. Tale gestione del Vaticano era possibile solo se fondata su un regime totalmente repressivo. In tale universo i "valori" che contavano erano gli stessi che per il fascismo: la Chiesa, la Patria, la famiglia, l’obbedienza, la disciplina, l’ordine, il risparmio, la moralità. Tali "valori" (come del resto durante il fascismo) erano "anche reali": appartenevano cioè alle culture particolari e concrete che costituivano l’Italia arcaicamente agricola e paleoindustriale. Ma nel momento in cui venivano assunti a "valori" nazionali non potevano che perdere ogni realtà, e divenire atroce, stupido, repressivo conformismo di Stato: il conformismo del potere fascista e democristiano. Provincialità, rozzezza e ignoranza sia delle "élites" che, a livello diverso, delle masse, erano uguali sia durante il fascismo sia durante la prima fase del regime democristiano. Paradigmi di questa ignoranza erano il pragmatismo e il formalismo vaticani.
Tutto ciò che risulta chiaro e inequivocabilmente oggi, perché allora si nutrivano, da parte degli intellettuali e degli oppositori, insensate speranze. Si sperava che tutto ciò non fosse completamente vero, e che la democrazia formale contasse in fondo qualcosa. Ora, prima di passare alla seconda fase, dovrò dedicare qualche riga al momento di transizione.

Durante la scomparsa delle lucciole
In questo periodo la distinzione tra fascismo e fascismo operata sul "Politecnico" poteva anche funzionare. Infatti sia il grande paese che si stava formando dentro il paese - cioè la massa operaia e contadina organizzata dal PCI - sia gli intellettuali anche più avanzati e critici, non si erano accorti che "le lucciole stavano scomparendo". Essi erano informati abbastanza bene dalla sociologia (che in quegli anni aveva messo in crisi il metodo dell’analisi marxista): ma erano informazioni ancora non vissute, in sostanza formalistiche. Nessuno poteva sospettare la realtà storica che sarebbe stato l’immediato futuro; né identificare quello che allora si chiamava "benessere" con lo "sviluppo" che avrebbe dovuto realizzare in Italia per la prima volta pienamente il "genocidio" di cui nel "Manifesto" parlava Marx.

Dopo la scomparsa delle lucciole
I "valori" nazionalizzati e quindi falsificati del vecchio universo agricolo e paleocapitalistico, di colpo non contano più. Chiesa, patria, famiglia, obbedienza, ordine, risparmio, moralità non contano più. E non servono neanche più in quanto falsi. Essi sopravvivono nel clerico-fascismo emarginato (anche il MSI in sostanza li ripudia). A sostituirli sono i "valori" di un nuovo tipo di civiltà, totalmente "altra" rispetto alla civiltà contadina e paleoindustriale. Questa esperienza è stata fatta già da altri Stati. Ma in Italia essa è del tutto particolare, perché si tratta della prima "unificazione" reale subita dal nostro paese; mentre negli altri paesi essa si sovrappone con una certa logica alla unificazione monarchica e alla ulteriore unificazione della rivoluzione borghese e industriale. Il trauma italiano del contatto tra l’"arcaicità" pluralistica e il livellamento industriale ha forse un solo precedente: la Germania prima di Hitler. Anche qui i valori delle diverse culture particolaristiche sono stati distrutti dalla violenta omologazione dell’industrializzazione: con la conseguente formazione di quelle enormi masse, non più antiche (contadine, artigiane) e non ancor moderne (borghesi), che hanno costituito il selvaggio, aberrante, imponderabile corpo delle truppe naziste.
In Italia sta succedendo qualcosa di simile: e con ancora maggiore violenza, poiché l’industrializzazione degli anni Settanta costituisce una "mutazione" decisiva anche rispetto a quella tedesca di cinquant’anni fa. Non siamo più di fronte, come tutti ormai sanno, a "tempi nuovi", ma a una nuova epoca della storia umana, di quella storia umana le cui scadenze sono millenaristiche. Era impossibile che gli italiani reagissero peggio di così a tale trauma storico. Essi sono diventati in pochi anni (specie nel centro-sud) un popolo degenerato, ridicolo, mostruoso, criminale. Basta soltanto uscire per strada per capirlo. Ma, naturalmente, per capire i cambiamenti della gente, bisogna amarla. Io, purtroppo, questa gente italiana, l’avevo amata: sia al di fuori degli schemi del potere (anzi, in opposizione disperata a essi), sia al di fuori degli schemi populisti e umanitari. Si trattava di un amore reale, radicato nel mio modo di essere. Ho visto dunque "coi miei sensi" il comportamento coatto del potere dei consumi ricreare e deformare la coscienza del popolo italiani, fino a una irreversibile degradazione. Cosa che non era accaduta durante il fascismo fascista, periodo in cui il comportamento era completamente dissociato dalla coscienza. Vanamente il potere "totalitario" iterava e reiterava le sue imposizioni comportamentistiche: la coscienza non ne era implicata. I "modelli" fascisti non erano che maschere, da mettere e levare. Quando il fascismo fascista è caduto, tutto è tornato come prima. Lo si è visto anche in Portogallo: dopo quarant’anni di fascismo, il popolo portoghese ha celebrato il primo maggio come se l’ultimo lo avesse celebrato l’anno prima.
È ridicolo dunque che Fortini retrodati la distinzione tra fascismo e fascismo al primo dopoguerra: la distinzione tra il fascismo fascista e il fascismo di questa seconda fase del potere democristiano non solo non ha confronti nella nostra storia, ma probabilmente nell’intera storia.
Io tuttavia non scrivo il presente articolo solo per polemizzare su questo punto, benché esso mi stia molto a cuore. Scrivo il presente articolo in realtà per una ragione molto diversa. Eccola.
Tutti i miei lettori si saranno certamente accorti del cambiamento dei potenti democristiani: in pochi mesi, essi sono diventati delle maschere funebri. È vero: essi continuano a sfoderare radiosi sorrisi, di una sincerità incredibile. Nelle loro pupille si raggruma della vera, beata luce di buon umore. Quando non si tratti dell’ammiccante luce dell’arguzia e della furberia. Cosa che agli elettori piace, pare, quanto la piena felicità. Inoltre, i nostri potenti continuano imperterriti i loro sproloqui incomprensibili; in cui galleggiano i "flatus vocis" delle solite promesse stereotipe. In realtà essi sono appunto delle maschere. Son certo che, a sollevare quelle maschere, non si troverebbe nemmeno un mucchio d’ossa o di cenere: ci sarebbe il nulla, il vuoto. La spiegazione è semplice: oggi in realtà in Italia c’è un drammatico vuoto di potere. Ma questo è il punto: non un vuoto di potere legislativo o esecutivo, non un vuoto di potere dirigenziale, né, infine, un vuoto di potere politico in un qualsiasi senso tradizionale. Ma un vuoto di potere in sé.
Come siamo giunti, a questo vuoto? O, meglio, "come ci sono giunti gli uomini di potere?".
La spiegazione, ancora, è semplice: gli uomini di potere democristiani sono passati dalla "fase delle lucciole" alla "fase della scomparsa delle lucciole" senza accorgersene. Per quanto ciò possa sembrare prossimo alla criminalità la loro inconsapevolezza su questo punto è stata assoluta; non hanno sospettato minimamente che il potere, che essi detenevano e gestivano, non stava semplicemente subendo una "normale" evoluzione, ma sta cambiando radicalmente natura.
Essi si sono illusi che nel loro regime tutto sostanzialmente sarebbe stato uguale: che, per esempio, avrebbero potuto contare in eterno sul Vaticano: senza accorgersi che il potere, che essi stessi continuavano a detenere e a gestire, non sapeva più che farsene del Vaticano quale centro di vita contadina, retrograda, povera. Essi si erano illusi di poter contare in eterno su un esercito nazionalista (come appunto i loro predecessori fascisti): e non vedevano che il potere, che essi stessi continuavano a detenere e a gestire, già manovrava per gettare la base di eserciti nuovi in quanto transnazionali, quasi polizie tecnocratiche. E lo stesso si dica per la famiglia, costretta, senza soluzione di continuità dai tempi del fascismo, al risparmio, alla moralità: ora il potere dei consumi imponeva a essa cambiamenti radicali nel senso della modernità, fino ad accettare il divorzio, e ormai, potenzialmente, tutto il resto, senza più limiti (o almeno fino ai limiti consentiti dalla permissività del nuovo potere, peggio che totalitario in quanto violentemente totalizzante).
Gli uomini del potere democristiani hanno subito tutto questo, credendo di amministrarselo e soprattutto di manipolarselo. Non si sono accorti che esso era "altro": incommensurabile non solo a loro ma a tutta una forma di civiltà. Come sempre (cfr. Gramsci) solo nella lingua si sono avuti dei sintomi. Nella fase di transizione - ossia "durante" la scomparsa delle lucciole - gli uomini di potere democristiani hanno quasi bruscamente cambiato il loro modo di esprimersi, adottando un linguaggio completamente nuovo (del resto incomprensibile come il latino): specialmente Aldo Moro: cioè (per una enigmatica correlazione) colui che appare come il meno implicato di tutti nelle cose orribili che sono state, organizzate dal ’69 ad oggi, nel tentativo, finora formalmente riuscito, di conservare comunque il potere.
Dico formalmente perché, ripeto, nella realtà, i potenti democristiani coprono con la loro manovra da automi e i loro sorrisi, il vuoto. Il potere reale procede senza di loro: ed essi non hanno più nelle mani che quegli inutili apparati che, di essi, rendono reale nient’altro che il luttuoso doppiopetto.
Tuttavia nella storia il "vuoto" non può sussistere: esso può essere predicato solo in astratto e per assurdo. È probabile che in effetti il "vuoto" di cui parlo stia già riempiendosi, attraverso una crisi e un riassestamento che non può non sconvolgere l’intera nazione. Ne è un indice ad esempio l’attesa "morbosa" del colpo di Stato. Quasi che si trattasse soltanto di "sostituire" il gruppo di uomini che ci ha tanto spaventosamente governati per trenta anni, portando l’Italia al disastro economico, ecologico, urbanistico, antropologico.
In realtà la falsa sostituzione di queste "teste di legno" (non meno, anzi più funereamente carnevalesche), attuata attraverso l’artificiale rinforzamento dei vecchi apparati del potere fascista, non servirebbe a niente (e sia chiaro che, in tal caso, la "truppa" sarebbe, già per sua costituzione, nazista). Il potere reale che da una decina di anni le "teste di legno" hanno servito senza accorgersi della sua realtà: ecco qualcosa che potrebbe aver già riempito il "vuoto" (vanificando anche la possibile partecipazione al governo del grande paese comunista che è nato nello sfacelo dell’Italia: perché non si tratta di "governare"). Di tale "potere reale" noi abbiamo immagini astratte e in fondo apocalittiche: non sappiamo raffigurarci quali "forme" esso assumerebbe sostituendosi direttamente ai servi che l’hanno preso per una semplice "modernizzazione" di tecniche. Ad ogni modo, quanto a me (se ciò ha qualche interesse per il lettore) sia chiaro: io, ancorché multinazionale, darei l’intera Montedison per una lucciola.

Pier Paolo Pasolini
Fecha: el Domingo 1ro de diciembre de 2019

Horario: a las 22:00h

Lugar: La Selecta (Centro Hípico de Buitrago) - Carretera de Villavieja s/n. Salida 74 (Buitrago de Lozoya -Madrid-)

Más información:

Tfno.: 91 868 12 95

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Fecha: el Domingo 1ro de diciembre de 2019

Horario: a las 22:00h

Lugar: La Selecta (Centro Hípico de Buitrago) - Carretera de Villavieja s/n. Salida 74 (Buitrago de Lozoya -Madrid-)

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Fecha: el Domingo 1ro de diciembre de 2019

Horario: a las 20:00h

Lugar: Réplika Teatro - c/ Explanada, 14 -Cuatro Caminos/Guzmán el Bueno- (Madrid)

Más información:

Tfno.: 91 535 05 70
Correo: replika@replikateatro.com

Fecha: el Sábado 30 de noviembre de 2019

Horario: a las 20:00h

Lugar: Réplika Teatro - c/ Explanada, 14 -Cuatro Caminos/Guzmán el Bueno- (Madrid)

Más información:

Tfno.: 91 535 05 70
Correo: replika@replikateatro.com

Fecha: el Domingo 25 de octubre de 2015

Horario: a las 20:00h

Lugar: La Nave de Cambaleo - Av. Loyola, 8 (Aranjuez -Madrid-)

Información y reservas:
Teléfono: 91 892 17 93

Fecha: el Sábado 24 de octubre de 2015

Horario: a las 20:00h

Lugar: La Nave de Cambaleo - Av. Loyola, 8 (Aranjuez -Madrid-)

Información y reservas:
Teléfono: 91 892 17 93

Fecha: el Sábado 30 de agosto de 2014

Horario: a las 22:00h

Lugar: La Selecta (Centro Hípico de Buitrago) - Carretera de Villavieja s/n. Salida 74 (Buitrago de Lozoya -Madrid-)

Más información:

Tfno.: 91 868 12 95

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