Julio Castro – La República Cultural
La capacidad de Chevi Muraday de no discontinuar el movimiento del cuerpo y de cada miembro del mismo desde el comienzo, hace fácil enlazar el inicio de su viaje por el desierto con el desarrollo de este trabajo escénico, donde el texto, la música, la danza y la comunicación plástica a través de construcciones físicas impensables, ponen al espectador en una posición cenital sobre las cabezas de la compañía, a pesar de encontrarnos en el mismo plano.
Son Tosca y Rigloetto quienes dan aliento al arranque del movimiento. Si la persecución de los liberales republicanos en la Italia decimonónica por parte de los reaccionarios en medio de las guerras napoleónicas inspiran a aquella por medio de Puccini, es realmente la de la amarga victoria amorosa de Verdi la que dispone a Chevi para la tragedia del desierto, hasta que un muro de madera logra expulsarle del escenario.
El paisaje desnudo
El director y coreógrafo de este inmenso montaje abre el espacio para una locura cargada de energía y comunicación, que parecerá desordenada y absurda, pero que contiene a unos personajes estructurados y llenos de pasión. Dos mujeres se encuentran, una con maleta (Maru Valdivielso) busca en su plano, la otra (Ana Erdozain) teme y se esconde cuando llega de nuevo ese tenebroso muro que acaba por recordar al monolito de Kubrick en 2001, enloqueciendo a los simios de esa tierra rocosa y estéril. Al fondo un hombre (David Picazo) corre sobre el sitio, sin avanzar, en una cinta sin fin.
Alberto Velasco, portando vestido flamenco de cola, asiste a Ana, hasta que el personaje de Sara Manzanos hace su aparición, saltando el muro con su hatillo, como una ilegal en nuestras tierras.
Un piano de cola entra en escena con Ernesto Alterio sentado en él, y toca la trama de esta historia, mientras la mujer que saltó el muro le empuja por el espacio del escenario.
Una lluvia de libros inunda parte del escenario, y algunos de los personajes buscan entre sus páginas, pero no encuentran aquello que buscan. Un paso a dos de Alberto con Sara, y otro de Chevi con Ana, dan un momento de impresión a esta parte de escenario casi desnudo, que culminará con el desarrollo que hacen las dos bailarinas junto al director y coreógrafo.
El espacio se puebla de gentes y objetos
No sabes muy bien cómo has llegado desde la música clásica hasta la guitarra eléctica en una balada, que acaba en instrumento electrónico de distorsión, o de los solos y las carreras por el escenario, a los tríos. Pero si eres capaz de recapitular, entiendes a la vez la lógica y la locura de las imágenes, que se construyen, que culminan en la entrada nuevamente del piano de cola, como si se tratase de un cangrejo ermitaño tirando de su caparazón, o de cualquier insecto arrastrando un enorme cuerpo musical por ese espacio.
“Hace muchos años, muchos años ya, unos fuimos reyes y reinas de este lugar, que no recuerdo ya, otros fueron héroes… Cantábamos voces de poetas” recuerda o recita Maru Valdivielso “en un mundo en el que hoy, sólo se oyen gritos ¿Cómo he llegado aquí? ¿cómo podremos regresar?”
El lugar se ha poblado de islas rodantes, que van como a la deriva, mientras la actriz se ha encaramado a los objetos de una de ellas para recitar, y el resto, desde su islote corea y jalea los versos “en este mar de escombros, hoy islas de recuerdo, que se han de hundir, huérfanas de rumbo, nada que decir”. Separación y abismos de mar distancian cada isla, cada persona, pero ella tratará de explorar cada una antes de su desaparición. Como el viaje del Principito de Saint-Exupery, tratará de conocer el fondo de cada isla, y culmina el monólogo: “y en cada una encuentro un faro roto”.
Quizá este “texto de deriva” sea el más brutal de conjunto en la propuesta, pero encontraremos que está plagado de lugares especiales, comunes o particulares, surrealistas o próximos.
Los cambios de escena son complejos en cuanto al diseño, pero logran efectos muy interesantes y asombrosos, en cuanto que aproximan al público al escenario, a la vez que permiten el movimiento de los intérpretes, eso sí, con un enorme trabajo físico contra una parte de la gravedad. De manera que tras su encuentro con Alberto, y su intento de anclar a Maru a su propia isla sin ningún objetivo concreto (“elige con cuidado el lugar donde dejarás de ser tú misma”, le advierte y vaticina), todo el espacio se transforma.
El cubismo visual con cuerpos vivos
Es preciso hablar de la manera en que han logrado disponer la escenografía, porque son plataformas “multiuso”, con disposición variable, como si de un mecano o, más bien, de “transformers” se tratara. El posicionamiento de estos elementos móviles (que están amueblados con sillas y mesas) en un ángulo fijo de 45º, crea el efecto de visualizar el movimiento en distintos planos, de manera que les vemos de frente, pero la sensación es como mirarlos desde un punto cenital.
Los personajes suben la rampa incansablemente, rodean los muebles anclados, se agarran, se elevan y hacen girar unos a otros sin aparente esfuerzo, y el público en sus butacas puede observarles de frente y desde arriba a la vez. La impresión lograda es ver el efecto de la plástica cubista en un momento real, vivo y en movimiento, al elevar el plano del horizonte y del punto de fuga, pero también de la acción.
El desierto, el pan, el agua, la lucha,… compartir
En uno de los muebles de las plataformas estaba escrito el objeto del lugar: في الصحراء es decir, “en el desierto”, es el título del montaje, de este desierto en el que todos buscamos y no somos capaces de mirar un poco más allá, para lograr ver y encontrar a los demás.
En medio de un banquete vacío en una enorme mesa larga, Alberto, de nuevo con su vestido de cola, reparte el pan, deja caer ese maná para que todo el resto pueda tenerlo. Pero aunque haya pan, no hay agua para todos. Y aquí, luchar por ello es importante, pero compartirlo también que, tal vez, es donde queríamos llegar.
Texto, contexto, movimiento y encaje para la luz de millones de insectos
Como digo, esta propuesta cargada de textos simbólicos, de ideas evocadoras de imágenes, que no se conforman con limitar los espacios físicos, de conocimiento, o de experiencia, sino que incorporan a cada uno de los intérpretes a las disciplinas que no les son afines, de manera que vemos actores y actrices bailando, o bailarines y coreógrafos interpretando papeles más dramáticos. Pero nada choca, porque un@s ayudan a l@s otr@s o, dicho de otra manera, todo encaja. Como encajará el puzzle final de los elementos del escenario.
Entre el movimiento, los textos, las imágenes que crean ambos, la música en directo o en off y el conjunto de elementos integrados, la energía final es tan tremenda que a parte del público puede hacerla llorar, salir con un subidón, situarse dentro del conjunto escénico o volar sobre sus cabezas.
Pero hay quien recuerda el cine “Cuando había cines y películas y la gente se juntaba a verlas y era hermoso, en aquél entonces vi una en la que unos hombres se subían a una de estas ruedas grandes que giraban en los parques de diversiones, y se alejaban del suelo, y veían a los otros hombres de abajo, haciendo fila esperando para subir, o caminando por allí. Y me acuerdo que decían algo así como que de lejos los hombres parecían hormigas. Y yo que era aún más niño que hoy, pensaba: ‘de lejos somos todos insectos’. Y luego ‘igual de cerca, los insectos sean personitas’. Desde entonces no dejo de pensar en ellos. Y en estar cerca. Y en estar lejos. Y en ver. Y en no ver. No dejo de pensar en que yo quise ser insecto. En que quise ser pequeño y múltiple. En que quise seguir vivo entre las grietas hasta que todo pasara”
Y hay quien sueña ser luciérnaga: “Hace ya un tiempo, caminando solo, me perdí. Era todo oscuridad. Ni una estrella. Ni un cielo. El vacío y yo. Me quedé quieto pensando ‘esto también pasará’. Esperando una grieta arriba en lo que sería un techo de nubes invisibles, por la que asomara la luna o algún cometa. Con la cabeza hacia atrás, mirando sin ver, esperaba. Hasta que me cansé. Me dolía la nuca y bajé la cabeza. Y ahí estaban ellas, frente a mí, imposibles y sin embargo ahí. Siete luciérnagas regalándome un cielo diminuto para acompañar mi espera. Ahí. No arriba, no lejos, no infinito. Ahí cerca, ahí delante, ahí casi palpable un cielo para mí de siete estrellas. Un cielo diminuto para mi espera. Y yo las miraba con los ojos y la boca grandes. Las miraba casi llorando, casi sonriendo. Desde mi borde oscuro las miraba iluminarme. Y otra vez quise ser insecto. Y quise ser pequeño y múltiple. Y quise seguir vivo entre las grietas para encontrar mi luz”.
Su trabajo es capaz de romper el final de la soledad, de la sensación del ego, sin abandonar el yo. Pero no es de extrañar, porque en este entorno en el que Pablo Messiez pone los textos, Gillem Clua los pensamientos de los personajes, Chevi Muraday la coreografía y estos tremendos personajes se levantan y sueñan, todo es posible y cualquier cosa es esperable.