Julio Castro – La República Cultural
Winnie (Cuchi Sánchez) está atrapada en la tierra hasta la cintura, analiza su situación con una visión entre ida, absurda y frívola. A su lado, aunque no le podamos ver, se encuentra Willy (Feliciano Casado). Él puede moverse, pero no lo hace, porque no tiene capacidad de decisión y sus facultades mentales parecen mermadas o, más bien, está acostumbrado a no tener más iniciativa que aquello que desea o bien lo que no desea hacer. Pero hasta este último término es muy reducido, porque apenas tiene deseos.
Samuel Beckett sitúa a sus dos personajes en un desierto, un lugar nada frecuentado por la gente, donde ella ha quedado detenida al hundirse en la tierra. No tiene nada que hacer durante el día, de manera que se pone obligaciones rutinarias, deberes para pasar la jornada: los ordena, los repasa, los desea o los odia, pero no por eso deja de pasar sus pensamientos sobre éstos.
No hay noción de tiempo, como tampoco hay posibilidad de dividir la jornada más que entre día y noche. Un timbre se encarga de eso, como si algo les ordenara el marco de vida.
Seguramente, mirar una obra con el paso del tiempo es analizarla de manera diferente, pero la realidad es que el teatro permite adaptar al momento aquello que un autor o autora quiere escribir, porque la magia está en lo moldeable de la escena, de las propuestas y de l@s autor@s: entenderlo de otra manera es transformar en piedra los contenidos de l@s creador@s.
Por eso, la propuesta que dirige Miguel Torres en este momento es trasladar esa inmovilidad e incapacidad de los personajes a una sociedad muerta, atada o, en cualquier caso, inmovilista. En definitiva, lo que nos rodea y lo que hemos permitido que se construyera como una cárcel alrededor de nuestra vida.
“Bajar y levantar la cabeza, bajar y levantar la cabeza, siempre nos queda eso”, dice Winnie avanzada la obra y cada vez más atrapada en su entorno. Una vida que la atrapa, que no le permite moverse, hacer, cuando menos, crecer. Lo señala antes, cuando dice que “la tierra oprime mucho hoy, puede que haya engordado, espero que no”: en realidad no come, porque no tiene nada que comer.
Quizá los tiempos y los modos de llevarla a cabo conduzcan al público hacia estas conclusiones, porque también el director pueda ver que es el momento de decir y mostrar estas cuestiones. La actriz, Cuchi Sánchez, juega a cada momento a esa dualidad en la que la rabia contenida se expresa en un lenguaje extremadamente correcto, mientras su voz y su expresión, por momentos, se torna oscura, para rápidamente corregirse intentando mostrar una falsa alegría.
Esa misma dualidad se encuentra entre su personaje, que carece de su mitad inferior, enterrada, atrapada, sin posibilidad de desplazarse, pero que se muestra abierta al público y a la reflexión, y el personaje de Willy, oculto, nada comunicativo, oscuro y falto de iniciativa, un ser no pensante que acaba por destapar esa malignidad que temíamos detrás de nuestra protagonista y un posible final atroz.
Leo que en 1984 Eduardo Haro Tecglen, con el que solía coincidir, veía este texto como para decir lo siguiente “Hace un cuarto de siglo esta obra de Beckett era una tragedia metafísica aterradora… Escuchando ahora el gran texto se encuentran bastantes vestigios de optimismo: una capacidad de resignación; la magnífica condición plástica del ser humano para adaptarse; el amor y la compañía de los dos seres residuales, Winnie, la enterrada; Willie, el reptante”. No es de extrañar, pensando en una época en la que realmente creíamos que llegaría la democracia, que algo estaba por cambiar en un sistema replicante, pero, pasados los años, tampoco es de extrañar que el mismo texto sirva para todo lo contrario, para hacer ver cómo hemos agachado la cabeza ante todo, y como de borrega fue nuestra generación para “bajar y levantar la cabeza”. O dar un taconazo ante el mandamás yanqui, como veíamos a un ministro del PP hace apenas una década.
Ante la curiosidad por este tema, indago busco y leo en Optimismo de Beckett, el artículo de Haro Teglen, una parte que no figura en las citas “si la escritura en una situación mundial de posguerra, cuando todavía sobrenadaban algunos vestigios de la doctrina de esperanza que movilizó la segunda guerra mundial, era menos lúgubre que la de esta situación de preguerra o de prólogo de la tercera guerra mundial. Pero todo ello excede el campo de una modesta crítica de teatro, en la medida en que Beckett excede de una simple obra de teatro”. De manera que, efectivamente, sigo conectando con ese criterio: sólo han cambiado los tiempos.
La cuestión es que hemos seguido el recorrido de Winnie, hacia abajo, hacia las profundidades, sin remisión. Nadie nos sacará de ahí si nuestro propio personaje no es capaz de hacerlo, así que, la alternativa será buscar la forma de hacerlo reptando hacia el agujero donde se cobija Willy, o bien… dejar que nuestro alter ego nos liquide.
Esta traducción no es la de Sanchis Sinisterra, como fue en aquella otra mostrada en el CDN, sino de Antonia Rodriguez Gago, que acerca a los personajes hacia un formato quizá más clásico en las muletillas repetitivas de su protagonista, lo cual subraya un contraste marcado con la situación que nos trae a colación, pero también se aproxima más a las palabras y los conceptos de su historia: cada cual tiene su interpretación, y esa se vuelca en las traducciones, como también lo hace en la dirección. Gran texto, pero también es una excelente puesta en escena, en la que el dúo actoral y la dirección caminan hacia esa senda de denuncia, respetando, no sólo el texto original, sino todo el conjunto de acotaciones y la ambientación.