José Henríquez – La República Cultural
Por fin, Esperanza Pedreño ha estrenado en Madrid ciudad el extraordinario texto Mi relación con la comida, de Angélica Liddell, el pasado noviembre, en el Teatro Galileo. Recordamos que a fines de junio comentamos ampliamente en nuestra revista una función de preestreno que hizo en el café La Selecta (Buitrago del Lozoya).
Esta vez asume ella misma el montaje de la obra, con su compañía El Buco Teatro y sin la colaboración del equipo de Curtidores de Teatro presente en el comienzo de este proceso.
Es una iniciativa personal que arriesga en todos los sentidos y consigue una velada teatral de una lucidez y una calidad e intensidad infrecuentes en escenarios convencionales como el actual Galileo.
Risa negra de la bufona
En su montaje, Esperanza Pedreño elige como un eje principal de visión el discurso y el tono del bufón, en plena coherencia con una de las vertientes de la obra de Liddell. Su personaje de La Mujer Artista se asume y reivindica como “aspirante a Yorick”.
La bufona esgrime también la ironía negra en la argumentación vital y artística de su negativa a la invitación a cenar en un restaurante de lujo que le hace un invisible Buen Gourmet, “hombre teatro y de cultura” que exhibe el poder de examinar a una autora y otorgar la importancia de su obra.
Dice La Mujer Artista: “A usted lo conocen en ese lugar. Usted es un caballero. Y yo soy una idiota. Quiero decir: Alguien debe quedar haciendo panfletos como una idiota. Alguien se tiene que pintarrajear la cara con su propia mierda. Alguien debe quedar de bufón, qué mierda somos los artistas sino bufones, pobres Yorick, mezquinos Yorick, estúpidos Yorick, babosos Yorick, somos jodidas calaveras en manos de los desesperados…”
Esta vertiente de su discurso me recuerda a algunos de los grotescos bufones de las obras del belga Michel de Ghelderode.
El personaje de Liddell asume y destripa las contradicciones del artista, sus dos caras: el espectáculo y el revulsivo del arte: “Estamos para hacer vomitar al público. Ése es el riesgo que debe correr el espectador frente al arte, el riesgo de la posibilidad de revolución. ¡Qué contradicción tan jodida! ¡Ser menos que Yorick y aspirante a la revolución! ¿Y qué? La gente sin contradicciones resulta sospechosa.”
Apuntes circenses
En esta corriente irónica que potencia el montaje, en paralelo a las palabras de su personaje, Esperanza Pedreño introduce con absoluta seriedad varias expresiones físicas y gestuales clownescas y circenses, con ambivalencia y acritud, sin ninguna complacencia.
En contraste con el negro del escenario y el gris/verde de su polivalente vestido/túnica, Pedreño juega en varios pasajes con una gran pelota circense roja: la hace botar, se sube y se desliza sobre ella, la hace rodar por el espacio, la carga como una lúcida payasa Atlas que se echa el mundo a la espalda.
Manteniendo un símbolo de su preestreno, “la mujer de la lámpara” del Guernica, que desvela los desastres de España, juega a cruzar la escena como la equilibrista sobre un alambre.
La montera de torero que esgrimía y agitaba en su preestreno en los pasajes de sátira de la España racista y miserable, esta vez se convierte directamente en un tricornio de guardia civil.
Mantiene en el montaje sus irónicos zapateados y toques de castañuelas, marcando un inquietante contrapunto cuando su personaje describe la vida de las personas en pisos y edificios que rezuman humedades y cucarachas. Cepilla sus dientes, se rasca…
Quizá el apunte más inquietante es su invitación a una docena de espectadores a entrar en el espacio escénico y ocupar una grada lateral, donde les va haciendo preguntas de a uno en uno y les reparte tomates… en una sugerencia de complicidad y un revulsivo (¿tienen que comerlos, arrojarlos sobre la actriz, sobre la platea?).
También en ese momento pondrá el tricornio a un espectador, además de armarlo con una metralleta de juguete.
En contrapunto con estos signos, durante toda la representación irrumpen breves ráfagas musicales abstractas que contribuyen a crear un clima de extraña teatralidad.
Aula de revolución
En el montaje de Pedreño, diez años después de la publicación del texto, Mi relación con la comida deslumbra como un lúcido manifiesto artístico y un visionario diagnóstico social de “la mentira de España”.
A través de una figura que yo llamo “la Mujer Artista” (que puede estar inspirada en la propia autora a sus 35 años), puesta en la situación de ser examinada por el poder, Liddell traza un riquísimo y estremecedor panorama social a través de vivencias personales de su personaje y de los que convoca: su compañero, sus abuelos, sus vecinos y vecinas.
Desde las tripas vitales, entrega un panóptico del “España va bien”, la de la larga y no superada dictadura fascista, la del poder económico aliado con el religioso, de la vida cotidiana de los pobres y empobrecidos en la gran ciudad, de la especulación y las estafas del consumismo, el arribismo y el comercio cultural, que comenzaban en los primeros 2000.
Sin embargo, el diagnóstico de la Mujer Artista no es una queja. Del hambre y las privaciones en un edificio miserable invadido de aguas fecales, compartiendo la vida cotidiana con hombres y mujeres aún más pobres, la Mujer Artista convoca a “tomar partido” y asumir que hay clases sociales, que vivimos una tiranía económica (“Hoy la miseria es un gran genocidio consentido”), que hay que luchar, y que el arte tiene que asumir la fuerza del hambre. Citando a Platón, desea para su obra: “Decir y cantar aquello que resulte molesto pero a la vez beneficioso, sea o no del agrado de la gente.”
Alternando los apuntes y pasajes bufonescos con esta corriente explícitamente política, para este debate Pedreño convierte el piso de su escenario en una gran pizarra y la platea en un aula.
Durante la representación va escribiendo con tiza, en letras grandes, las palabras clave de la argumentación de su personaje, y las relaciona trazando líneas entre ellas. Y en un momento, ilustra esta clase dialéctica pegando un cartel de Carlos Marx en una columna.
Quizá la principal dificultad que enfrenta en el Teatro Galileo su potente montaje es la necesidad de reducir y adaptar su propuesta espacial y lumínica a las condiciones que le deja otra función que ocupa el escenario del local.
Aún así, le saca el máximo partido a esta condición obligada, pues su obra se desarrolla en el piso, no en la altura del escenario, y esto enriquece su movilidad y la perspectiva de arriba hacia abajo del público desde el patio de butacas.