Julio Castro – La República Cultural
Dos militares juegan con los mandos de sus drones, buscando y asesinando terroristas a distancia, impunes ante estos actos, al igual que ante la muerte de víctimas ajenas: los daños colaterales. Así comienza esta propuesta escénica de la compañía El Amanecer al Revés, donde se abordarán cuatro escenarios diferentes, con puntos de vista diversos, en los que las ambiciones suelen planear muy por encima de los actos y del análisis de los mismos.
Podríamos abordar la división de la obra a partir del cada objetivo que nos muestran, podemos estructurar (intencionadamente) el contenido en cuatro partes:
El cinismo: los militares que se inhiben de sus delitos de guerra, a sabiendas de que les cubrirán las espaldas más arriba. Sólo aguardan el premio de un ascenso que, tal vez, les libre de seguir matando y ocultando a su entorno esa miserable labor: ya se encargarán otros.
La parodia: el poder político desde la presidencia de los Estados Unidos, aderezado con la visión de otros más poderosos: las industrias armamentistas que controlan al poder público a través de los corruptos.
La hipocresía: representada por el reportero de noticias y el gráfico, cada cual con un planteamiento diferente, pero que acaba por permitir que cubran el juego de militares, políticos y empresarios corruptos, porque también ahí está el ansia de poder.
Poesía y destrucción: es en el último escalón, el de la realidad oculta y la invisible a los ojos, donde inocentes y culpables acaban mezclados sin saber por qué ni por quién hacen las cosas.
Si vamos al núcleo de la cuestión, y aunque en las cuatro escenas encontramos parte de los componentes de las otras, de manera que todas pueden tener su grado de contaminación, o bien, todas acaban conteniendo, al menos, un ápice de verdad y razón. No obstante, es evidente que la última es la más necesaria de las escenas, porque es donde viven las víctimas. Quizá por eso se le otorga un grado de poética que las otras no poseen, mientras que se vuelca en los personajes un nivel mucho mayor de implicación, sea en el personaje que desarrolla Arturo López, sea en el de Joaquín Navamuel.
Los personajes que interpreta Navamuel son algo más complejos que los de López, pero logra estar en el nivel preciso, que le llevará a extremos entre una y otra escena. En la acción han decidido jugar con elementos materiales puntuales, que van construyendo en cada ocasión, ya sea porque los llevan y los usan, ya porque se dispone en el espacio entre escena y escena. El vestuario se mueve entre tópicos militares, parodias divertidas (como un presidente “dos-caras” y un asesor joker), o el vacío, limitado a la indumentaria y poco más.
Curiosamente, encontramos un gran paralelismo con el Archipiélago Dron, de Eva Redondo, en una parte del argumento, del contexto y del punto de mira, aunque se resuelve en un bis a bis entre dos actores, que ofrece una visión bastante diferente en la manera de hacer teatro. Mientras, por otra parte, ambos remiten a la saga literaria de Ender que creó Orson Scott Card, gran autor (aunque no tanto como individuo homófobo).
Estamos ante un argumento interesante, que se ha llevado más allá de lo estricto, de manera que se incita al público a posicionarse, porque las historias que se recogen y el contexto que las agrupa, no son inocentes, sino todo lo contrario. No soy partidario de permanecer ajeno a la sociedad en el teatro, así que me parece preciso impulsar trabajos con este trasfondo. El público no es tampoco inocente, pero muchas veces la ausencia de puntos de vista diferentes le lleva al borreguismo o a la ausencia de criterio.